Para no llamar a equívocos, pongo ya el subtítulo del libro, Un año con la Mara Salvatrucha 13. De la mano de Pepitas de Calabaza —ya os dije que mucho ojo a esta editorial— tenemos un viaje pagado y sin escalas al infierno en vida. Un infierno absolutamente real. Más conocido como El Salvador, el país con más muertos, proporcionalmente a su reducida población, del planeta. Un muerto por hora a causa de la violencia sistemática…
Esa es la sensación que le deja a uno en el cuerpo leer Ver, oír y callar. En un ejemplo de dedicación por el trabajo rayano en la locura, al estilo Gonzo, su autor, el antropólogo salvadoreño Juan José Martínez D’aubuisson se adentró en la Mara Salvatrucha (MS), concretamente en la clica —célula pandillera— Guanacos Criminals Salvatrucha (GCS) que opera en la comunidad de la colina de Montreal, dentro de la ciudad de Mejicanos, célebre por ser una de las más pobladas y peligrosas de todo El Salvador.
Nadie con un mínimo de sentido común me discutirá que hablamos de un estado absolutamente fallido. ¿Cómo no va a serlo un lugar en el que muchos jóvenes —con frecuencia poco más que niños— encuentran su espeluznante modo de vida, su formación identitaria y su pasatiempo en las Maras? Los más de doce años de guerra civil salvadoreña (1979-1992) tuvieron, entre otras consecuencias, fuertes flujos migratorios a California. Allí, como elemento identitario y de cohesión comunitaria nacerían la Mara Salvatrucha 13 y su archienemigo el Barrio 18. Tras los acuerdos de paz, el gobierno californiano deportó a cientos de mareros “de vuelta a casa”. Rápidamente, en un país devastado y empobrecido, con un estado en frágil construcción las bandas proliferaron y camparon a sus anchas. Ver, oír y callar nos sitúa en un período de creciente escalada de violencia antes de la tregua de 2012 —duró 15 meses— forzada por las autoridades salvadoreñas, y cuyos “efectos secundarios” D’aubuisson se encarga de pormenorizar, desoladoramente, al concluir la obra. Un año en que la espiral sangrienta de Salvatruchas y 18s alcanzó extremos terroríficos —coronados en el libro con el escalofriante episodio del autobús—. Un juego macabro y penoso, donde niños que se creen hombres por llevar armas y regirse por su propia ley —la violencia es el respeto de los cobardes— esperan la siguiente escabechina rival para responder con más violencia.
Estructurado como los diarios de campo de su tesis, D’aubuisson sorprende por su brillantez narrativa, que engancha sobremanera al lector ya desde la primera página. Una prosa limpia, sin ornamentos ni juicios de valor —una de las condiciones para que le permitiera estar con los GCS era no interferir, ni siquiera opinar, en los asuntos de la mara—, en las antípodas de las sesudas pero habitualmente inertes “investigaciones de salones con aire acondicionado”, como señala su hermano, el también escritor Óscar Martínez D’aubuisson en el prólogo. Nada más y nada menos que el privilegiado observador invitando al lector a compartir su visión, a ser parte de una realidad que uno desearía paralela, ficticia y sin embargo es el aterrador día a día de muchos jóvenes en Centroamérica, México, zonas de Estados Unidos y, como bien se señala en el libro, se extiende por todo el mundo como una siniestra “marca internacional”.
Así, como una especie de colección de relatos, hilvanados cronológicamente, Ver, oír y callar nos enseña a una comunidad engullida por las normas y patrones de conducta de los GCS. Una lógica atroz, un permanente estado de excepción que rige las vidas de los habitantes de la Colina Montreal, donde los nombres del Noche, el Destino, Moxy, Little Down, son la temida autoridad. Es un mundo de controles —el rol de las chicas y mujeres es desolador—, rumores que a veces se asemejan más a conspiraciones y sumisiones. Paranoia y dictadura de la que es muy complicado escapar. O, lo que es mucho peor, como ilustra el caso del jovencísimo Hugo, de la que no quieres escapar. Porque, y esto es lo más devastador de este libro, la pandilla es la retorcida, disfuncional, única familia que has conocido. Cuando te rodea la miseria, y el futuro es igualmente miserable —en lo que es una andanada brutal contra décadas y décadas de pasividad y políticas profundamente equivocadas por parte de gobiernos viles y cómplices— la violencia suele ser el último refugio.
Sólo se me ocurren dos “pegas” que ponerle a Ver, oír y callar. Una son los recurrentes “viajes” al diccionario o a “San Google” para entender el sentido de ciertas expresiones y jerga. Más notas a pie de página hubieran sido de agradecer. La segunda es la brevedad de la obra. Apenas 120 páginas se antojan muy escasas, casi un castigo cruel a un lector que se queda con ganas de mucho más. Sobre todo cuando el relato es tan poderoso, absorbente y relevante. Pequeño gran, extraordinario, necesario, libro.
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