Contra —¡por supuesto!— nos trae Un chaval de barrio, las memorias de Bobby Gillespie, líder de Primal Scream y figura clave del rock alternativo británico entre finales de los 80 y comienzos de los 90. Una biografía musical destinada a copar las listas de lo mejor del año del género. Y es que en sus más de 400 páginas, el escocés alberga todo tipo de atractivos. Puro relato working class. Mucha política y aún más drogas. Una entusiasta crónica que rememora su aprendizaje y la música de su era fundacional. Un canto al hedonismo con bastante de elegía al pasado ¿perdido? En definitiva, la forja completa de un rockero.  

Porque Un chaval de barrio es, conviene aclararlo, una autobiografía de sus años formativos que se detiene con el lanzamiento del seminal Screamadelica el 23 de septiembre de 1991 —como manda el hipercapitalismo moderno, la segunda parte sólo verá la luz si funciona la primera—. Estructurada en cuatro partes, y con la estupenda traducción del gran Ibon Errazkin, la historia de Bobby Gillespie empieza a lo Mike Leigh y acaba a lo 24 Hour Party People, con múltiples pasajes febriles intermedios que no desentonarían en Trainspotting. Una suerte de inesperado bildungsroman, desde el arrabal miserable a las listas de éxito vía conciencia de clase, punk, cultura de baile y, también, el ácido…

«Me crie en ambientes espectrales». Uno no se topa con arranques tan soberbios entre las biografías musicales muy a menudo. Esa es la primera, y muy grata sorpresa, de Un chaval de barrio. Los años de infancia y adolescencia son de lo mejor del libro. En las antípodas de los frecuentemente farragosos «nací en…» y «descubrí la pasión por la música cuando…», Gillespie nos lleva a los turbulentos barrios obreros de Glasgow de los 60 y 70. Pero no es un kitchen-sink drama, sino un trasunto optimista y militante —emocionantes líneas dedicadas al padre, sindicalista— del realismo social británico. O al menos posibilista, soñador. Casi una especie de Billy Casper —siempre Kes— enamorado del Celtic y, poco después, The Clash

A continuación llegan los bloques puramente musicales. Donde la fábula dickensiana se torna mclareniana y la quimera es cada vez menos distante. Del punk-rock entre el abandono escolar y los trabajos efímeros, a su entrada en la escena. Si, quizás, el tono elude la cara amarga ello se debe a que Un chaval de barrio tiene una constante innegociable: Bobby Gillespie es pura pasión. Una «esponja» ávida de experiencias y aprendizaje, curtida en mil conciertos y batallas —generosamente regadas por la violencia y los estupefacientes—. Cada disco comprado o directo presenciado nos muestra a un contagioso crítico. Y cuando la posibilidad de subirse a los escenarios asoma, simplemente parece la constatación de un feliz «destino manifiesto». 

A las baquetas de los Jesus and Mary Chain (y con pelo emo). Foto: Ross Marino/Getty Images.

Así, conducidos por un maestro de ceremonias tan convincente y devoto de lo suyo que se le perdona ser pelín resabiado y taxativo, conocemos el surgimiento y devenir de Primal Scream. Aunque creo que lo realmente apasionante es el retrato de la permanente ebullición, sana «promiscuidad» —solidaridad grupal, solidaridad social— y pasmosa pequeñez de su escena —sin ir más lejos, Alan McGee, jefazo de Creation Records, era su colega desde secundaria—. Los efímeros combos previos. Su experiencia de roadie de Altered Images, teloneando nada menos que a Siouxsie & The Banshees. La entrada en The Wake como teclista. Su capital participación a la batería con los Jesus and Mary Chain, mientras los Scream toman forma. Un self-made musician rojo…

Queda un último bloque en Un chaval de barrio. Tras la casi década de post-punk, new wave, noise y protoshoegaze combativo, más cierta querencia por el salvajismo —desfases, públicos hooliganescos, accidentes de furgoneta— y notoria enajenación por consumo de sustancias, contra la ominosa «era Thatcher», llega el advenimiento del «Segundo Verano del Amor». Y Bobby Gillespie y compañía lo abrazaron como si, literalmente, no hubiera un mañana. No solo eso, con la inestimable ayuda de Andrew Weatherall, Primal Scream se convirtieron en uno de los estandartes de la cultura de club y el acid house gracias a Screamadelica, el disco «conceptual» del tripi. 

La kamikaze gira de 1991 cierra esa breve era de epicureísmo raveoso y actúa como lisérgico cierre de estas memorias. Para entonces, Bobby Gillespie no tiene reparos en autoproclamarse como elemento pivotal de la cultura del momento. Da igual si comulgas con la conocida mitología alrededor de la coincidencia en las fechas de publicación de Screamadelica y Nevermind, «el día que comenzaron los 90». O que los tiempos probablemente certifiquen lo ilusorio, ¿algo hueco?, incluso naif, de la «generación del éxtasis». Resulta incontestable que Primal Scream epitomizaron el espíritu de la época. 

Necesitamos la probablemente «bajonera» segunda parte —al menos, en comparación— de Un chaval de barrio para redondear el singular y «cargado» viaje de Bobby Gillespie. Mientras tanto, toca rescatar esa viejuna carátula de un sol «muy perjudicado» —sin olvidar Psychocandy— a la vez que disfrutamos de su historia. La síntesis de un anhelo rockero donde se entremezclan rebeldía, ambición y pasión, sin perder de vista sus orígenes obreros. Apasionante.  

I wasn’t born to follow

I live just for today, don’t care ‘bout tomorrow

What I’ve got in my head you can’t buy, steal or borrow

I believe in live and let live

I believe you get what you give