Antes de tomarnos unos días de vacaciones, la imprescindible editorial Automática nos invita a viajar en el tiempo, concretamente al Williamsburg, Brooklyn, de los años treinta, de la mano del escritor y guionista Daniel Fuchs y su Tributo a Blenholt. Una mirada tragicómica, compasiva y autobiográfica a la vida vecinal, comunitaria —la formada por la immigración judía de clase obrera— y de barrio, mucho antes de su muerte por Airbnb, intercambiables y anodinos centros comerciales, y cafeterías supuestamente cuquis.
Daniel Fuchs nació en 1909, en el seno de una familia judía del Lower East Side manhattiano, aunque muy pronto se trasladaron a Williamsburg. Colaborador habitual del New Yorker o el Saturday Evening Post, durante los treinta publicó su trilogía de «novelas de Brooklyn», Summer in Williamsburg (1934), Tributo a Blenholt (1936), acaso la más reconocida, y Low Company (1937). Entonces Fuchs dio el salto a Hollywood, donde ejerció como guionista durante más de tres décadas, destacando sobremanera en el género negro, trabajando para luminarias del calibre de Raoul Walsh, Elia Kazan, Charles Vidor o Douglas Sirk, y obteniendo el Óscar al mejor guión original por Quiéreme o déjame, protagonizada por Doris Day, en 1956 —labor mostrada en Historias de Hollywood, selección de ensayos y relatos sobre la «fábrica de sueños» publicado por Gallo Nero—. Falleció en Los Ángeles en 1993.
El primer elemento a destacar de Tributo a Blenholt es su inmediatez. La inmersión en ese hervidero de humanidad es prácticamente instantánea gracias a una prosa bullanguera, de viveza cuasi física —traducida con su proverbial brillantez por Enrique Maldonado que, junto a notas al pie para ayudarnos a contextualizar la época, nos ofrece también un breve glosario yiddish—. Cualidad en perfecta armonía con la algarabía de los tenements, los atestados bloques de viviendas de una barriada que, en aquellos años treinta, estaba a años luz de su actual versión gentrificada-hipster, pero que ya transitaba entre la enajenación permanente y la frustración de generaciones de jóvenes desesperanzados. Algo que nos resulta harto familiar…
Se nota que Daniel Fuchs conoció, fue parte, y ¿escapó? del lugar. Entre barrabasadas infantiles —los niños son siempre los más crueles—, excentricidades a cargo de variopintos personajes envueltos en situaciones rocambolescas, y una sensación de mordacidad vodevilesca que recuerda indefectiblemente a las plumas de S. J. Perelman o Woody Allen, se esconde algo bastante más sombrío. Y es que el vivencial retrato de su judería brooklyniana en plena Gran Depresión alberga una disquisición sobre la falta de futuro y la definición de éxito tan certera como nada halagüeña. Tributo a Blenholt es el «sueño americano»… enclaustrado.
Ahí entra en acción Max Balkan, personaje conductor de la novela y notable creación de un soñador de elevados ideales y aspiraciones, traducidas en un actitud digamos contemplativa ante la vida. Alguien destinado a empresas mucho mayores que las determinadas por su linaje o su arrabal, convencido que la América de los self-made man no necesita de manos callosas o sucias por el trabajo duro, sino de ideas brillantes. Vamos, un procrastinador nato, que confunde grandeza con dinero o el anhelado respeto con el gangsterismo del Blenholt titular. O, volviendo a la comparación con la actualidad, un proto-emprendedor sin papá «con posibles» ni contactos.
Y, junto a Max, otros jóvenes secundarios cruciales como Munves y Coblenz. Uno, el erudito ensimismado en sus tribulaciones, ajeno a los quehaceres diarios —excepto las incipientes tentaciones de la carne—, feliz en su burbuja. El otro, el amargado desencantado con pulsiones autodestructivas. O Ruth, la aspirante a prometida del protagonista, adusta realista cuyo único escape es el cine. Sin olvidar a los padres de Max, dueto hilarante y triste a la vez, inmigrantes superados por los tiempos. La matriarca metomentodo que hace de la angustia victimista y los comentarios hirientes su modus vivendi. Y el padre desbravecido por las implacables circunstancias. Tributo a Blenholt muestra un fascinante y clemente mosaico humano.
Puede que no todos los elementos funcionen por igual en la novela. Algún recurso cómico repetido en demasía, o fragmentos dedicados a los críos del edificio, que me resultan cargantes —nada graciosos—. Pero son menudencias frente a los desopilantes momentos a lo «camarote de los hermanos Marx», la construcción de ese magnífico trío de personajes centrales que se enfrentan a su era y condición de muy distintas y fallidas formas, y el agudo retrato social disfrazado de jocoso absurdo. Rematado, además, por un final excepcional —no destripo— en el que el padre de Max, fumfotch taciturno, se revela como el conocedor de la demoledora verdad —Ridi, pagliaccio...—, elevando Tributo a Blenholt desde su apariencia de opereta desenfadada a una lectura de mayor calado.
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