La segunda apuesta nacional de mi querida Sajalín —y tercera mujer en su memorable catálogo— es Tierras muertas, el intenso y alabadísimo debut en la novela de Núria Bendicho Giró. Una resonante y mítica ópera prima, de Yoknapatawpha a una aterradora masia catalana. Una grotesca y brutal historia sobre los traumas y miedos que nos martirizan y paralizan. Un relato sobre la cara más espeluznante de la soledad y la desesperanza. El caldo de cultivo, cocinado en familia, donde nacen la violencia… y los monstruos. Gótico de proximitat

Nacida en Barcelona en ​​1995, Núria Bendicho es licenciada en Filosofía, decidida viajera y profesora de griego y latín. Hasta ahora se había centrado en la poesía, pero en 2020 se presentó al premio Llibres Anagrama con Terres mortes. No ganó, pero el jurado recomendó su publicación. Sabia sugerencia, ya que la obra fue considerada por La Vanguardia como la mejor novela escrita en catalán del 2021, quedando finalista de los premios Llibreter, Òmnium y Finestres. Y ahora Sajalín, «la casa de los marginados» —sólo una duda: ¿por qué no está en la colección Al margen?— lo trae al castellano con traducción de Ana Crespo.

Como no es para nada la norma, más bien lo contrario, en esta era de exceso de novelas onan…, perdón, memorísticas, resulta una enorme alegría ver que una obra tan asfixiante y visceral como Tierras muertas haya tenido semejante acogida. Porque Bendicho va con todo, sin miedo alguno a enfangarse en la sordidez. Cualidad que, más que a William Faulkner, influencia declarada por la propia autora, emparenta la novela con la escalofriante El camino del tabaco de Erskine Caldwell. Podría haber caído fácilmente en «lo amarillista». No obstante, la barcelonesa convierte a los Capdevila Planadevall en una familia inolvidable… por lo atroz y, al mismo tiempo, legendario. Leyenda negra —negrísima—, por supuesto.

Además, Bendicho sabe ofrecer al lector mucho más que una truculenta «casa del terror». Por un lado, Tierras muertas tiene evidente forma de thriller. El asesinato a resolver de Joan Capdevila, reverso tenebroso del hijo pródigo que, tras tres años, regresa a casa para encontrar la muerte… a manos de los de su propia sangre. Por el otro, este Cluedo siniestro permite a la autora arriesgar con el estilo. Una polifonía de voces, cada capítulo un narrador a lo Winesburg, Ohio versión extra chunga, para mostrarnos a personajes de inusitada potencia —atención a la capital figura de la madre—, y cuestionar la realidad. La misma historia del infierno en vida, pero con tantas perspectivas como obsesiones de cada personaje. 

Tierras muertas es un osado paseo por el lado oscuro. No tanto por la forma, ya que los peligros del yermo ejercicio de estilo, el homenaje a «los sureños» —también a una tradición catalana de dramas rurales—, o el efectismo podrían asomar. Sino porque Nuria Bendicho logra ir más allá. Resulta convincente en el retrato de ese destino funéreo que asola a sus protagonistas. Una maldición que empuja a la violencia y podredumbre. Y extraordinariamente sugestiva en el retrato de ese opresivo ambiente rural, donde se expone la atávica relación —insalvable losa— con la tierra natal, de la que no se puede escapar. Igual que de tus traumas. De ahí vienen… 

De hecho, y puede que sea la principal fuerza de Tierras muertas, una vez cerrado el círculo, todavía quedan cosas a esclarecer. Algo detrás de todo ese ominoso y exacerbado espacio narrativo. De esas reminiscencias mitológicas, abyectas situaciones y mefistotélicas creaciones. Ciertamente, el innombrado —¿o innombrable?— paraje, los crudísimos instintos primarios, o esos personajes que epitomizan sentimientos como la ira o la desolación, pretenden alejar el libro de la realidad cotidiana. Sin embargo, la sensación de extrañeza. Los miedos insondables. O la angustia de la juventud atrapada, marchitándose inexorablemente, no son exclusivas del món rural. No es casualidad la aparición y el papel de Barcelona…

Imposible que te deje indiferente, Tierras muertas es una certera novela breve, en donde forma y fondo tienen una pegada inusual para tratarse de un debut. Sortea con destreza los lugares comunes de «lo escabroso» para convertir a sus desarrapados en seres mucho más cercanos de lo que la avasalladora historia pareciera ofrecer. Seres emponzoñados por sus heridas, incapaces —¿quien podría?— de salir de esa espiral autodestructiva. Mirando de paso, siempre con tremendo pesimismo, a los vínculos afectivos y comunitarios. En definitiva, deja poso.