Regreso a los Apalaches —no será la última vez— y a la forma breve. Tras los relatos de Chris Offutt en Kentucky seco repetimos formato y esas coordenadas geográficas pero, sobre todo, humanas, con Tierra vencida de Ann Pancake que publica Dirty Works. Una docena de historias a cargo de una voz genuina e insólita, sensorial sin renunciar a la crudeza, poética entre la calamidad, sobre los habitantes de la región denostada de Virginia Occidental, perennes perdedores en la hipócrita «tierra de las oportunidades». Bienvenidos, de nuevo, al «Estado de la Montaña».
Nacida en 1964 en Romney, Virginia Occidental, en el seno de una familia numerosa —es la mayor de seis hermanos—, Ann Pancake creció con el ansia de escapar de un lugar acosado por la pobreza, la destrucción medioambiental y laboral, abonado a la violencia y la adicción estructurales y ridiculizado mediáticamente, trabajando en cadenas de montaje, restaurantes de comida rápida y supermercados para pagarse los estudios universitarios. Oportunidades profesionales como profesora de inglés en Japón, Samoa y Tailandia le brindaron la posibilidad de alejarse de su tierra natal. Sin embargo, la distancia logró el efecto contrario, fortaleciendo un vínculo vital que cristalizó en 2001 con Tierra vencida, debut que le valió el premio Katharine Bakeless Nason de Ficción. Seis años después llegó su primera novela, Strange as this Weather Has Been, a la que en 2015 siguió otra colección de relatos, My Daddy Listen to Bob Marley. Actualmente vive en Seattle, pero los Apalaches siguen ahí.
Escritos a lo largo de casi década y media —el relato más antiguo del volumen, «A por leña», data de 1987— la mitad de ellos aparecidos con anterioridad en revistas literarias, los relatos recopilados en Tierra vencida se leen como un combate de boxeo a doce asaltos en el que, pese a saber de antemano el resultado final de la contienda, quedamos igualmente atrapados. En parte por los hallazgos de Pancake con el lenguaje y el tono, que Javier Lucini se encarga de trasladar con su proverbial infalibilidad, haciendo de la descripción de los ambientes y paisajes auténticos personajes, y de las sensaciones evocadas, poderosas manifestaciones literarias de un territorio aún vivo no obstante su evidente descomposición. Y, por otra parte, por la congoja del dolor y lo terrorífico de las situaciones a las que sus personajes se enfrentan. Habíamos leído y/o visto estas historias anteriormente. Pero nunca nos las habían contado así, tan ligadas —olores, tactos, recuerdos…— a la tierra donde tuvieron lugar. A la que pertenecen.
Bajo ese prisma de prosa personalísima y verdades que afligen, ante los ojos del lector desfilan Vietnam y los imposibles regresos a casa; desastres naturales en forma de inundaciones, fríos mortificantes y sequías; tragedias familiares causadas por accidentes o, incluso más comunes, dentro de sórdidas caravanas; fantasmas de tiempos pretéritos; chanchullos y miserias domésticas varias; destructivas adicciones y decisiones; y una constante, opresiva sensación de habitar un territorio tan aislado como en ruinas —esos bulldozers— que, en realidad, fue abandonado a su suerte tiempo ha… Los narradores de los relatos de Tierra vencida, entre jóvenes y muy jóvenes, lo saben perfectamente. Maduros a su pesar, curtidos pese a la edad en su carnet de identidad, son supervivientes frente a la adversidad, demasiado atareados en mantenerse de pie para regodearse en su miseria.
Aunque la entrada en la prosa de Pancake puede resultar algo oblicua, con algún que otro relato que puede tornarse demasiado esquivo, especialmente en su tramo final, los momentos de reveladora lucidez son legión en Tierra vencida. Por estas ciento ochenta páginas el lector hallará más sociología e historia que en todos los academicistas intentos de desentrañar el comportamiento redneck —por supuesto, todos al mismo saco de ignominia y oprobio—, que ahora, tras la victoria de Trump, importa. Si ese fondo lo combinamos con un ideosincrático «destilado» de belleza formal, incluso en los pasajes más devastadoramente duros, tenemos una poderosísima colección sobre los auténticos «hermosos y malditos».
O, parafraseando el título de uno de los discos de los muchachos de Athens, Georgia —una de LAS BANDAS que mejor tradujo el mito y el misterio norteamericano a la música— fábulas de la reconstrucción… que nunca tuvo lugar.
Valga el ejemplo de «Renacimiento», el desgarro de un nacimiento funesto mudado en grave conflicto familiar por el que se cuela la pavorosa religión. La aplacada lucha contra el río desbordado en «Wappatomaka», inesperada ocasión para la remembranza previa al recuento de pérdidas. La visceral empatía que provoca «Jolo», revisión de grotesco realismo de La Bella y la bestia con piromanía y heridas mucho más lacerantes que la desfiguración facial incluidas. El retrato, descarnado y en bucle, de los vivos y los caídos que prestaron sus servicios a la patria allende los mares en «Tierra». La brutal precisión, la pluma cual escalpelo, de «Hierba alta», cuatro páginas, apenas ocho líneas —entre las páginas 88 y 89— para condensar el devenir de generaciones y estructuras familiares jodidas, además del racismo imperante. O el cincelado corolario al desencanto de «A por leña», resignada sabiduría frente a la decepción vital. Los abismos cotidianos de una experiencia extremadamente cruda, trasladados al papel de forma sugestiva y digna. Tierra vencida es un triunfo y Ann Pancake una cronista certera de la derrota.
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