Todas las historias son la misma. Esa es la conclusión a la que llegó el mitógrafo Joseph Campbell (1904-1987) cuando acuñó el término monomito, el famoso viaje del héroe, que hace referencia a un patrón básico presente en mitos, leyendas y relatos procedentes de todo el mundo. Es bien sabido que George Lucas siguió las conclusiones de Campbell para confeccionar su Star Wars (1977). En 2016, Moana (Auli’i Cravalho), como Luke Skywalker, es elegida -por el mar, convertido en un personaje que recuerda a los efectos especiales de Abismo (1997)- para ser la heroína que salve a su pueblo (a la Humanidad). Como Luke -como Frodo- Moana nunca ha salido de su mundo ordinario, una isla de Polinesia que podría ser Tatooine o la Comarca. Si Luke debía enfrentarse a las reticencias de su tío Owen Lars, aquí Moana se enfrenta a las restricciones de su padre, que le obliga a aceptar «su papel» en la familia, en la sociedad. Moana tiene también un mentor, su abuela (Rachel House) es su Obi-Wan Kenobi (Alec Guiness). Inevitablemente, la joven salta a la aventura, atravesando el mar, enfrentándose a peligros, en su viaje para devolver el corazón verde -el anillo único- a una peligrosa isla, su Mordor, su Estrella de la Muerte. Tendrá un aliado, Maui (Dwayne Johnson), una suerte de Han Solo, semidiós de Polinesia, equivalente al Hércules grecorromano y aquí, sobre todo, nos recuerda a Prometeo, ladrón del fuego de los dioses, aunque tan superficial como Justin Bieber. Maui tiene un anzuelo, un arma poderosa como el martillo Mjolnir de Thor, la Excálibur de Arturo o el sable láser de Luke, que tendrá que robar en una cueva profunda, de las fauces de un terrible monstruo, como el vellocino de oro, pero con la estética de luz negra de las selvas de Avatar (2009).