King Kong es uno de los pocos mitos puramente cinematográficos. A pesar de referentes claros como El mundo perdido (1912) y La Bella y la Bestia (1770), la historia del gigantesco simio no adapta para la pantalla ninguna obra previa. La otra singularidad del personaje es que le relacionamos necesariamente con su relato específico: Kong no es James Bond o Indiana Jones, susceptibles de vivir diferentes aventuras, sino que le asociamos siempre con el mismo argumento: su descubrimiento en Isla Calavera, su captura, su traslado a Nueva York y posterior escape, su amor por Ann Darrow, su batalla en lo alto del Empire State para luego morir. Así, de King Kong conocemos la obra maestra que es la película original, de 1933 y dos remakes: el de 1976, producido por Dino DeLaurentiis y el firmado por Peter Jackson en 2005. Las tres películas, básicamente, recrean la misma historia, con algunas actualizaciones. La otra particularidad de King Kong es que detrás de cada una de sus reimaginaciones, encontramos la figura de un artista de los efectos especiales: Willis O’Brien en la original; Ray Harryhausen en la secuela, Mighty Joe Young (1949); Rick Baker en el primer remake y en menor medida, los avances digitales de Weta Workshop en la de Jackson.