¿Cuántas veces hemos necesitado que un profeta viniera a casa a sacarnos de nuestro encarcelamiento voluntario?
¿A que le hemos abierto la puerta de par en par cuando ha soltado su discurso tendencioso espiritual?
¿Y qué sucede entonces cuando ello conlleva que se hundan los cimientos de la comodidad doméstica?