Todavía recuerdo el día en el que vi, por primera vez, El ejército de las tinieblas (1992) en un cine de reposiciones: aquella película no se parecía a nada que hubiera visto antes. Era una sorprendente comedia con momentos terroríficos, con un alucinante tono pulp, referencias a Lovecraft y guiños cinéfilos. Pero sobre todo me fascinó el uso que hacía su autor, Sam Raimi, de la cámara, dejando que el espectador se percatara de su presencia: era como un personaje más y también como estar dentro de la historia.