Hay lecturas que no se pueden dejar escapar, y otras que son, directamente, obligatorias. Es el caso de este Su último deseo, la recuperación de otro título de la gran Joan Didion por parte de Literatura Random House. Además, en esta espídica y, sin embargo, atmosférica, envolvente novela, la norteamericana nos ofrece un nuevo registro, urdiendo un thriller político que muestra la cara más vergonzante de la política exterior de los Estados Unidos a mediados de los años ochenta. Lo dicho, ineludible. 

Publicada originalmente en 1996, la trama de Su último deseo nos presenta a Elena McMahon, una reportera del The Washington Post que abandona —¿o es apartada?— su trabajo en plena cobertura de las primarias presidenciales de 1984, forzada por su convaleciente, ofuscado y más que singular padre, Richard… Lo que implicará reemplazarle en la última de sus temerarias empresas: un negocio más que turbio de tráfico de armas para el gobierno estadounidense en Centroamérica, dispuesto a proporcionar todo tipo de «ayuda» —y lucrarse con ello— a las «Contras» para derrocar a los gobiernos demasiado molestos. Espías, militares, complots, paranoia, intentos de asesinato, giros inesperados de los acontecimientos, incluso un romance tardío… Y todo a cargo de una de las narradoras más lúcidas de las letras norteamericanas.

Y es que el planteamiento de Su último deseo, ya de por sí sugerente, alcanza una dimensión sorprendente gracias a la pluma privilegiada de Didion, que decide narrar la novela desde el punto de vista de una «autora no del todo omnisciente» —sus propias palabras en el arranque del segundo capítulo— que desgrana su investigación sobre el caso McCahon y su papel dentro de las cloacas de las despiadadas, miserables, relaciones exteriores norteamericanas de la era Reagan —Nicaragua y El Salvador, además del escándalo Irán-Contra… cómo cambian los tiempos, ¿verdad?—. Y, a base de una sucesión de frases cortas, lacónicas, esquivas pese a su precisión, enigmáticas, lo que serían los estertores de la Guerra Fría en manos de la genial novelista, periodista y guionista de Sacramento, se transforman en una novela sobre la irrealidad, tanto política como humana, más cruel. 

Porque, a mi juicio, Su último deseo es también o, especialmente, un relato acerca de la persona equivocada en el lugar y momento equivocado. Y no me refiero a Oliver North o al trasnochado cowboy y peor actor metido a presidente en aquellos años. Sino al de una protagonista, Elena McMahon, «recompuesta» ante el lector de forma fragmentaria… no obstante siempre incompleta, lo que suscita nuestras preguntas —y las de la narradora-investigadora—. ¿Cuáles eran sus motivaciones? ¿Cómo alguien puede adentrarse en semejante berenjenal? Creo que Didion utiliza el contraste extremo entre su vida acomodada en California, sin ataduras ni complicaciones, junto a su hija y su ex marido, y el riesgo constante del crimen en ese islote frente a Costa Rica, para hablarnos de la desafección —laboral, familiar, vital— que flirtea con la desesperación. Ella es el epítome de la extrañeza sumida en una situación inconcebible donde el mundo no solo amenaza, sino que busca racionalizar, justificar el mal. 

Muy pocas autoras serían capaces de convertir un relato que podría cerrarse en una veintena de páginas en una novela de más de 220 que no solo se sostiene, sino que atrapa sin remisión. Y Joan Didion lo logra arriesgando, mediante una prosa rala, espaciosa y de ritmo ágil —trasladada impecablemente al castellano por Javier Calvo—, a la vez que por medio de una habilidad narrativa que gravita, revolotea, alrededor del acontecimiento central sin destriparlo y, no obstante, mantiene la tensión y la intriga, quizás no en el sentido tradicional del término literario, sino en el misterio humano detrás de actos inexplicables. 

Ciertamente, la prosa de Didion es «especial», haciendo de sus obras un «lo tomas o lo dejas» de manual. Además, los más puristas del thriller puede que consideren Su último deseo como una obra demasiado esquiva con la acción o los detonantes adrenalíticos. Pero es que ese no es —nunca lo ha sido— el «terreno de juego» de la norteamericana. Su mirada es más sutil y contenida, más oscura y preocupada por explorar la moralidad detrás de los actos y sus consecuencias, tanto individuales como, en este caso, gubernamentales. Sea cuál sea el formato o género, no hay que perderse a Joan Didion.