Está siendo un año muy heavy en la sección de libros… y seguimos en ello, porque hoy traemos nada menos que las memorias del mismísimo «príncipe de las tinieblas», Ozzy Osbourne. Recuperadas con el proverbial mimo y buen hacer de Es Pop ediciones —atentos a la estupenda cubierta a cargo de Johnny Riesgo, pura «marca de la casa»—, Soy Ozzy es una especie de clásico de las biografías musicales: disparatada, enajenada, hilarante. Un festival de excesos y situaciones imposibles sublimando los mitos del rock, contados por alguien —con la inestimable ayuda del periodista Chris Ayres— cuya existencia en el siglo XXI sólo puede calificarse de milagro… Satánico, claro.
Aparecidas originalmente en 2009 —en España las publicó Global Rhythm dos años después— Soy Ozzy explica la existencia de alguien que admite que se ha pasado bastante más de media vida completamente «perjudicado», por lo que, la credibilidad acerca de la magnitud de las «peripecias» —eufemismo amabilísimo para resumir todas la burradas del señor Osbourne— que en ella nos relata podrían ponerse en cuestión. Sin embargo, y ni que sea por una vez, poco importa. Si un 10% del libro es verdad, estamos ante «la madre de todos los desfases», además de un sorprendente e inconcebible testimonio de resiliencia —con permiso de Keith Richards y el añorado Lemmy— resumido en 400 páginas que se disfrutan entre la estupefacción, la risotada y una cierta empatía por alguien tan incorregible como —extrañamente— entrañable. Un joven con escaso futuro en la plomiza Birmingham que encontró en la música un camino singular para conocer el éxito masivo, disfrutarlo aparentemente al máximo… y sobrevivirlo.

La historia de John Osbourne no es, de primeras, lo que calificaríamos precisamente como novedosa. Pero es la envergadura del caos, la magnitud de la demencia, así como la manera de contarla del binomio Ayres–Ozzy, desenfadada, arrolladoramente dinámica —del castellano se encarga Pablo Álvarez Ellacuria— y pasmosamente cercana la que «marca la diferencia». Nacido a finales de los cuarenta en el barrio obrero de Aston, en el seno de una familia con notables estrecheces económicas, ni su mundana infancia ni su frustrante adolescencia hacía presagiar lo que estaba por venir. Abúlico ante los estudios y sin una motivación demasiado definida, parecía abocado a fábricas tan singulares —probador de bocinas, en serio— como siniestras —carnicero con cierta querencia por las vísceras… umm algo quizá si se podía vislumbrar— hasta que la música hizo su acto de aparición. Primero los Beatles, después los infructuosos pinitos como artista y, finalmente el anuncio «Ozzy solo busca bolo» en la sección de clasificados de un súper, germen del que surgiría, algo rocambolescamente —mención especial para Tommy Iommi, verdadero talento y motor de la banda, con su asombroso sacrificio inicial— Black Sabbath.
Catapultados al estrellato y a la polémica ya con su homónimo disco de debut en 1970, la casi década como miembro fundador de la legendaria banda de rock duro depara algunos de los momentos más disfrutables de Soy Ozzy. Entre acusaciones de satanismo y oscurantismo el grupo carga con la losa de ser pioneros del metal —Osbourne niega ambas— y recibir palos de buena parte de la crítica mientras la singularísima y peligrosa «fauna» que se reúne en sus conciertos es cada vez mayor. Consecuentemente, al mismo tiempo que la popularidad y el dinero crece, también lo hace la vorágine de giras extenuantes. Y, con ellas, aumentan las trifulcas con discográficas, managers y séquitos, así como las tentaciones en forma de sexo y drogas constantes. Muy constantes. Ozzy y Ayres logran la cuadratura del círculo, mejor dicho, el pentagrama, al transmitir tanto la sensación de jocosa anarquía que rodeó a Black Sabbath, propulsada por la sincera amistad del cuarteto, esa convivencia bromista y pendenciera de una hermandad de jóvenes juerguistas de clase obrera, como su progresivo deterioro, impulsado por egos y adicciones que especialmente pusieron a Ozzy en la picota, siendo despedido en 1978.

A partir de entonces, Soy Ozzy se transforma en una biografía bipolar —o tripolar, para el caso—. Por un lado, digamos el «tradicional» —entre muchas comillas dado el personaje—, repasa la trayectoria en solitario de Osbourne, cada vez más difusa. Por el otro, con diferencia el más jugoso, rememora muchas de las anécdotas, circunstancias surrealistas o absolutamente inverosímiles, junto a momentos directamente lamentables y escabrosos, ante los que el artista ofrece no pocos fragmentos de contricción —el mea culpa se convierte en casi soniquete— proporcionando páginas y páginas para el recuerdo. Murciélagos descabezados. Venéreas. Gallinas fusiladas. Un primer matrimonio al garete. Y un segundo que supera tremendas dificultades —acusación de asesinato incluida— con una Sharon Osbourne que se erige como el literal sostén de este kamikaze irredento, además de la mente maestra detrás de la mayoría de movimientos en su carrera. Accidentes de toda índole —quads, caballos, aviones, sobredosis—. La muerte de su virtuoso guitarrista Randy Rhoads. Juicios. Una pendiente infinita de alcohol y drogas. La creación del Ozzfest. La amenaza de SIDA y los estados de coma. El bombazo del reality de MTV The Osbournes —Ozzy admite que tras unos primeros años «genuinos», el programa tenía guión—. Los reencuentros con Black Sabbath. Y los intentos de desintoxicación, cada vez más firmes. Necesariamente. De verdad, Soy Ozzy tiene de todo…
Y no, al acabar estas memorias uno sigue siendo incapaz de resolver el enigma de por qué Ozzy Osbourne sigue vivo. No tiene sentido. No parece lógico que un cuerpo humano pueda haber aguantado semejante «ajetreo». La «simpatía por el diablo», cómo cantaría otro célebre británico «adorador» del maligno, debe ser mutua en el caso de este loco incorregible, de lo contrario no me lo explico. Lo único seguro es que el viaje que nos depara la lectura de Soy Ozzy es simplemente alucinante.
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