Desde que conociera que este año Libros del Asteroide iba a publicar Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado, la primera y más conocida de las novelas autobiográficas de Maya Angelou, empecé a experimentar ese cosquilleo especial, reservado para esas obras que uno llevaba largo tiempo esperando para poder tacharla de la imaginaria —bueno, no tanto— lista de «lecturas obligatorias pendientes» y, huelga decir, cuyas expectativas eran máximas —expectativas nivel Matar un ruiseñor, es decir, colosales—. Merece la pena hacer un alto en el camino para adentrarse en la mitología que rodea a este clásico de las letras estadounidenses y a su autora antes de entrar en materia.
Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado, publicado originalmente en 1969, es la novela-memoria más popular —más de un millón de copias vendidas en todo el mundo— de Marguerite Annie Johnson, universalmente conocida como Maya Angelou, una de las figuras más indispensables de la comunidad afroamericana. Nacida en Misuri en 1928 y fallecida hace dos años, la escritora, poeta, bailarina, cantante actriz, periodista —entre otras muchas profesiones—, y destacada activista por los derechos civiles, trabajando junto a Malcolm X y Martin Luther King, recibió docenas de premios y más de cincuenta títulos honorarios, además de convertirse en un icono nacional en los noventa, gracias al impulso dado por Bill Clinton tras su destacada participación en la toma de posesión presidencial en 1993, y al apoyo recibido por el tótem televisivo Oprah Winfrey —quien se considera a sí misma como su «discípula»—. Y aunque no podamos entender la compleja y apasionante trayectoria de Angelou leyendo este libro, ya que la obra relata su vida solo hasta los 17 años, sí podemos vislumbrar su singular potencia como narradora, así como el albur de las que serían las directrices principales de su celebrada existencia y su personalidad arrolladora.
Uno de los primeros ejemplos de ficción autobiográfica moderna, en Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado nos topamos con una infancia y adolescencias muy duras, marcadas por el trauma permanente de unos padres separados, que entran y salen de la vida de Maya y su hermano mayor Bailey, junto al terrorífico episodio de su violación, con tan solo siete años, a manos del entonces novio de su madre, saldado de forma desgarradora, con el asesinato del criminal —la justicia y «la justicia» en los barrios negros de los años treinta eran conceptos radicalmente diferentes—, el mutismo autoimpuesto de una pequeña paralizada por la agresión pero, sobre todo, la culpa de las consecuencias causadas por el hecho. Entre Arkansas, San Luis y California, el lector asiste a una constante serie de vicisitudes, muchas trágicas como las mencionadas, otras más costumbristas, en su mayoría asociadas a su abuela y a la comunidad reunida en el pueblo de Stamps en torno a su figura. La supersticiosa religión y el perenne, recalcitrante racismo, pero también la inquebrantable dignidad de «la Yaya» Anne Henderson y su amor por la literatura, serán los extremos que formarán a Maya hasta que, ya al final del libro, la veamos transformada, a golpe de reveses y, no obstante, una vitalidad inquisitiva e inquebrantable, en una mujer independiente y comprometida con su pueblo.
Pese a lo tremebundo de la historia, no os asustéis. Esto no es un dramón lacrimógeno al estilo de El color púrpura, quedando muy lejos de ser una de esas discutibles «memorias de la miseria». Eso es debido, en buena parte, al tono tan particular que logra imprimirle Angelou a sus memorias, siendo capaz de reflejar la complicada evolución de una niña confusa, luego comprensiblemente aterrorizada, a una adolescente llena de preguntas, dudas, pero también instinto, alegría y orgullo —el capítulo en el que nos explica la xenófoba y clasista actitud de la mujer que la contrata en su primera experiencia laboral no tiene precio—. Maya es volátil, sensible, explosiva, errática, insegura —atentos a sus cuitas sobre su sexualidad—, soberbia, presta a mortificarse y después a rebelarse… En definitiva, un ser humano en plena formación, impecablemente trasladado al papel en todas sus dimensiones.
Es cierto que la narración es algo farragosa en determinados momentos, resultando menos ágil de lo que debería, probablemente por la voluntad de Angelou de impregnar la obra de una pátina poética y figurativa que, en capítulos más anodinos e intrascendentes, lastra el ritmo de la obra considerablemente. Pero aún y así, las virtudes del libro ganan por goleada. Un análisis social de una época y una comunidad negra en ebullición. Una mirada valiente y muy personal a la infancia, la adolescencia y la familia, que no esquiva los fragmentos más espinosos. Un personaje central poderosamente atractivo en su misterio y contradicción. Un tramo final —el viaje a México es extraordinario— simplemente sensacional. Un corazón y unas agallas, las de su protagonista, es decir, las de su autora, que inundan este libro y supuran verdad y pasión: por las letras, la palabra y la vida. Una lectura importante.