Cada vez que llega a mis manos una nueva memoria musical, las dudas son mayores. ¿Valdrá la pena? ¿No será más de lo mismo? Y, aunque sigo teniendo la impresión de que las limitaciones propias del subgénero y la típica «fagocitosis» editorial van a acabar con él, uno todavía puede llevarse gratas sorpresas. Es el caso de Ropa música chicos, la biografía de Viv Albertine, actualmente solista, pero sobre todo conocida por ser la guitarrista de las Slits, uno de los grupos de culto del post-punk, que nos llega cortesía de Anagrama. ¿Los motivos? Una exposición personal y honestidad brutales. Y un libro que, en realidad, son varios en uno…

El primero, apropiadamente agrupado bajo el título de Cara A, es el de Viv Albertine, icono —secundario— del punk. Son, digamos, las memorias previsibles, «estándar»: orígenes, infancia, adolescencia, ese «yo estuve allí, fui parte de ello»… y el siempre precipitado, brusco desenlace. Nacida en Australia pero llegada a Londres a finales de los cincuenta, con apenas cuatro años, su infancia transcurre entre un padre incomprensible, aterrorizador y pronto desaparecido, casas plomizas y clases mortificantes —rasgos más británicos que Ray Davies—, el descubrimiento de la música —de fangirl de John Lennon a Marc Bolan— y… los chicos.

Porque en realidad, ese parece ser el eje de la adolescencia, junto a la obsesión por la ropa y la estética —irritante para un servidor, hasta que su verdadero sentido sea revelado posteriormente—, en plenos setenta, en lo que será un verdadero carrusel de experiencias para Viv. Conciertos míticos —Bowie, los Stones, Fleetwood Mac—, aventuras nada recomendables como la vivida en Ámsterdam, escuelas de arte, ladillas… y el pasar a formar parte de una escena efervescente, volátil, caprichosa, contradictoria y espídica. El punk, en la prosa desnuda, franca y espontánea de Albertine, es tanto frustración como excitación. Desengaños y posibilidades comprimidas en apenas un puñado de años, vividos a toda pastilla. Pareja de Mick Jones de los Clash. Íntima, en cualquier retorcido sentido que os imaginéis, de Sid Vicious, con quién formará la banda Flowers of Romance, y de la que será expulsada por tan indómito personaje. Amante de Johnny Thunders. Asidua de la tienda/sede punk SEX, regentada por Vivienne Westwood y Malcolm McLaren. Y, casi por azar, parte de las Slits.

Es ahí donde Ropa música chicos comienza a desmarcarse de la mayoría de memorias musicales, ya que Albertine presenta su incorporación al grupo y su devenir como banda de una forma absorbentemente abierta y ambivalente. La inseguridad ante su inexperiencia con la guitarra o sobre un escenario —transformada en desmoralizante falta de talento en su cabeza— confrontada con la tremenda ambición y amplitud de miras del cuarteto de féminas —reggae, free jazz y combativa performance combinándose en una de las propuestas más atrevidas del post-punk—. Su posición, involuntaria pero conscientemente asumida, como líder organizadora y portavoz de la banda, mientras una «vocecita» le dice a todas horas que las deje. La violencia alrededor de ellas, siempre a un paso del desastre, frente a su kamikaze descaro y arrojo. Su relación de amor-odio con Palmolive, y sobre todo, con otro carácter único, la jovencísima Ari Up. Pasión y condena.

La «viabilidad» de las Slits era insostenible y, cuando el final llega, resulta cualquier cosa menos inesperado. Pero lo que el lector no puede anticipar, de ninguna manera, es la Cara B que asoma a continuación. La que nos muestra a Viv Albertine, mujer, expulsada del «circo» musical y reinventándose en una persona anónima, «normal». Adiós punk y rebeldía. Hola búsqueda de trabajo, vicisitudes domésticas, matrimonio, madurez… ¿Cuántas memorias musicales se atreven a «salirse» siquiera un par de páginas del «guión establecido», del glamour y el riesgo fuera y dentro del escenario? ¿Cuántas obras de este subgénero no son más que el recuento de «batallitas» —con aplastante frecuencia, de «machirulo»— del enésimo Peter Pan que se niega a envejecer?  

En cambio, Ropa música chicos nos zambulle en una suerte de viaje en busca de dirección. No, mucho más que eso, en busca de la identidad implosionada y recluida —como la ropa, abandonada en esa etapa de «hibernación» autoimpuesta—. Y es un periplo durísimo, narrado con pasmosa sinceridad y sin estridencias melodramáticas, en el que la enfermedad y las desgracias, crueles, traumáticas, se suceden. En el que el «giro copernicano» emprendido por nuestra protagonista —¿puedo llamarla heroína ya?— fracasa definitivamente con la firma de su divorcio, una suerte de encrucijada contemporánea de El despertar de Kate Chopin, en donde Albertine debe decidir si va a ser finalmente ella misma o renunciar defnitivamente. Y, aunque esa elección sea inherentemente injusta, aunque haga daño. Aunque el regreso a la música convertida en una cincuentona —mujer, además— sea una apuesta de lo más incierta, cuasi contra natura, también es lo más valiente que uno ha leído en mucho tiempo. Olvidaos de London Calling. Ignorad God save the Queen. Viv Albertine es el verdadero punk.