Fallecido en julio de 2017 en Midway, Kentucky, Sam Shepard merecía un artículo-homenaje en esta sección. Afortunadamente, la reedición de Rolling Thunder. Con Bob Dylan en la carretera, primera vez en la referencial colección «Compactos» de Anagrama, nos brinda ahora la oportunidad de poner remedio a ese «agravio literario». La crónica de una gira legendaria, narrada por una pluma privilegiada, en un clásico de la literatura rock para el que no pasan los años.
Nacido en Fort Sheridan, Illinois, la trayectoria de Sam Shepard posee un innegable componente de mitología en lo personal —un beatnik de pies a cabeza, batería de acid rock, amante de Patti Smith, colega de los Stones, colaborador de Dylan, pareja durante tres décadas de Jessica Lange— y una inacabable procesión de hitos en lo profesional. En el cine, con mención especial a su labor de co-guionista en Zabriskie Point y esa obra maestra que es Paris, Texas, y como actor de dilatada carrera —más de cincuenta referencias entre la gran pantalla y la televisión— con papeles destacados en Días del cielo de Terrence Malick o Elegidos para la gloria de Philip Kaufman. Como dramaturgo, nada menos que cuarenta y cuatro obras, un Pulitzer y diez Obies —los Premios Off Broadway, récord absoluto— le contemplan. Y como narrador, libros de relatos tan recomendables como Cruzando el paraíso y El gran sueño del paraíso, junto a «inclasificables» tan fascinantes como Crónicas de motel y Estados de shock. Y, por supuesto, este Rolling Thunder. Con Bob Dylan en la carretera que nos ocupa.
Publicado originalmente en 1977, Rolling Thunder nos introduce en un tour icónico, con algo de «circo derviche» y mucho de «reunión en la cumbre», con astros de la talla de Joni Mitchell, Joan Baez, Roger McGuinn, Mick Ronson o Allen Ginsberg, unidos a Bob Dylan en un viaje-acontecimiento artístico más allá de la música. Se trata de la Rolling Thunder Revue, nacida a raíz de la detención xenófoba del púgil Rubin «Huracán» Carter, que en otoño de 1975 llevó a Dylan y a su incomparable troupe por el noreste de los Estados Unidos, y a la que Shepard se unió a petición expresa del «zíngaro» de Minnesota para escribir el guión de la futura película sobre la gira —el germen, más que difuso, de ese «pastiche» llamado Renaldo y Clara, aparecida en 1978— durante el transcurso de la misma. El diario de una tournée tan impredecible como desbordante.

Impresionista e inquisitiva, la prosa de Sam Shepard «abre en canal» conciertos, performances, backstages, momentos, ahora excepcionalmente íntimos, luego surrealistas, o ambos al mismo tiempo —esa conversación de Dylan con Baez vestida de novia—, una disección literaria de la vida en la carretera en toda regla. Como si el Jack Kerouac más vivaz —aún no derrotado por la vida—, el de Big Sur, por ejemplo, se hubiera transformado en un periodista inviable, testigo, actor, poeta, guionista, explorador… Todo a la vez, y encargado de una labor titánica. Trasladar, «traducir» la Rolling Thunder Revue al papel.
Afortunadamente, Shepard no lo hizo, y su inusual bitácora, rematada por las imprescindibles fotografías de Ken Regan —Dylan con el crucifijo detrás, con Muhammad Ali, o con Ginsberg ante la tumba de Ti-Jean en Lowell, Massachussets, no hace falta decir nada más— penetra en el misterio de «Jokerman» y sus «acólitos» sin pretender resolverlo. En cambio, el de Illinois ofrece pinceladas sobre lugares y ambientes provincianos, en teoría alejados del glamour de los templos del rock —la Rolling Thunder Revue optó por teatros pequeños en localidades no tan habituales de Nueva Inglaterra— se hace preguntas sobre el rock, su mitología, imaginería y el papel de Dylan, los sesenta y los setenta. Y apunta, observa, disfruta de la explosión de talento, magnetismo y electricidad desplegada en el escenario por semejante «constelación» de artistas, a la vez que se asombra con lo que sucede entre bastidores, reflexionando también acerca de la opresión de una rutina tan poco monótona —en apariencia— como la vida casi nómada de celebridades en la carretera.
Sí, a veces la confusión reina, y el estilo Crónicas de motel de Shepard parece querer ahondar, divertido, en ese caos. Pero incluso la anarquía —a veces es un poco camarote de los Hermanos Marx, y las escenas fallidas de la futura película son absurdamente vodevilescas— se transforma en otra prueba más de la naturaleza, no del todo aprehensible, de la vorágine experimentada en esos meses. Así que lo mejor es dejarse llevar por este diletante «maestro de ceremonias», acompañar la lectura de su lógica banda sonora… y disfrutar el viaje.
Descansa en paz, Sam. Gracias por hacernos de guía.
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