Afrontamos la rentrée tras el final de las vacaciones con una primera lectura muy especial. Porque su autora es una de las «grandes entre las grandes», y una de las plumas preferidas de quien escribe. Ni más ni menos que Carson McCullers y Reloj sin manecillas, la que sería su última novela. Un drama sureño con todas las letras y la carga de profundidad «marca de la casa» de la autora de Columbus, Georgia, que nos llega cortesía de Seix Barral, felizmente empeñada en reivindicar a la incomparable escritora en el centenario de su nacimiento.

Publicado originalmente en 1961, Reloj sin manecillas nos sitúa en Milan, pueblecito de Georgia que en las sabias manos de Carson se convierte en un microcosmos, el espejo de un país en tránsito, donde conviven dos realidades —obviamente en tensión y conflicto— a comienzos de los años cincuenta. En primer lugar, la atávica, testaruda y beligerante de ese Sur derrotado en busca de recuperar su supuesta gloria arrebatada. En segundo, la de una juventud más sensible, abierta, desprejuiciada y dinámica, que cuestiona esas costumbres y plantea nuevos presentes y futuros cercanos. Cuatro son los personajes protagonistas que hilvanan la historia, pequeña en apariencia, pero poderosa en su alcance, resonancia y vigencia. Tristemente, ahí están los penosos acontecimientos de Charlottesville —sin olvidar la lamentable reacción del nazi que ocupa la Casa Blanca— que hablan por si solos. Las «dos Américas», noveladas y reales…

Por un lado, digamos, el de los adultos, tenemos al farmacéutico J. T. Malone, que apenas entrado en la cuarentena se enfrenta a su último año de vida a causa de una leucemia, y sufre esa insistente comezón interna de quien lamenta haber desaprovechado su existencia ahora que toca a su fin. Junto a su esposa —a regañadientes—la única persona a la que confía la severidad de su enfermedad es al anciano juez y ex congresista Fox Clane, el ciudadano más célebre de Milan, y epítome del Sur más cerrilmente orgulloso y abiertamente reaccionario. Entre delirios de grandeza y supremacismo blanco, veleidades intelectuales y vesánicos planes para restaurar el honor mancillado de la región, anunciando de paso la incipiente senilidad del ególatra personaje, también descubrimos a un hombre frágil, aterrado por la soledad y la vejez, y roto por el dolor de las pérdidas de su esposa e hijo.     

Por el otro, el de los jóvenes, encontramos a la única familia de Clane, su adorado nieto Jester, emotivo, instruido y desconcertado por su mezcolanza de sentimientos: respecto a un abuelo al que quiere, pero del que cada vez se siente más distante, un padre malogrado cuya figura empieza a conocer, y, muy en particular, en lo que se refiere a sus sentimientos hacia Sherman Pew, el personaje que completa el «cuadro» de Reloj sin manecillas. Contratado por Clane para que le ayude / haga compañía tanto en sus dislates como en sus «ilustrados» entretenimientos culturales, el muchacho de color, huérfano cuyo pasado está ligado al de los Clane, vive acuciado tanto por el aislamiento propio del racismo imperante en la época, como debido a sus aspiraciones de una vida más elevada —su soberbia y sus mentiras, relatando experiencias inventadas o apropiadas de otros, no pueden ocultar su frustración—, provocando que su rabia desesperada se canalice en una kamikaze necesidad de «hacer algo», desafiando sin ambages la opresión que los suyos padecen.

A través del singular cuarteto, Carson regresa a los temas fundamentales de toda su obra: la soledad, la naturaleza confusa, contradictoria, de nuestros afectos y obsesiones, la responsabilidad sobre nuestros actos y sus consecuencias, y la identidad. Hay algún que otro «brochazo» inesperado viniendo de semejante narradora, en especial la dudosamente velada orientación sexual del joven Jester, o la algo ramplona colisión ideológica entre el juez Clane y su malogrado hijo Johnny, como si se la autora de Columbus diera una «vuelta de tuerca», atropellada y esquemática, a Matar a un ruiseñor, que luego se repetirá en un enfrentamiento dialéctico algo inconsistente entre nieto y abuelo. Pero pese a esos traspiés, la novela se mantiene, ágil y adictiva, gracias a la construcción del personaje de Sherman y, sobre todo, del viejo Clane. A lo que debemos añadir, por supuesto, el «toque McCullers». Vamos por partes.

La apuesta de Carson en Reloj sin manecillas era realmente ambiciosa. Sentimientos, política, segregación, historia, búsqueda —emocional y espiritual—, identidad y muerte, a través de un relato de índole doméstico —la mayor parte de la trama transcurre en los hogares de sus protagonistas—, que avanza a base de diálogos y determinados actos clave en la novela que reflejan a la perfección la extrema ofuscación que asola y amenaza con destruir a los frágiles personajes, principalmente a Sherman y Clane, aunque el desenlace a la historia de Malone, igualmente sabio, ofrece un matiz mucho más esperanzador. Y esa volatilidad, esa encrucijada emocional los convierte en dos creaciones estupendas, con mención especial para el juez. Antediluviano, fuera de lugar, no pocas veces risible, apasionado, casi entrañable y absolutamente fascinante para el lector.

Y, directamente ligado al párrafo anterior, tenemos la «magia» de Carson McCullers. Ese talento sin parangón para transformar personajes que solo existen en el papel en complejos, apasionantes seres que parecieran totalmente de carne y hueso. Esa clarividencia para transmitir que en una azorada, incluso agria discusión, los contendientes pueden sentir ternura y compasión respecto al otro. O, en definitiva, esa habilidad para captar el dolor, la tristeza, el abatimiento, la duda, el misterio acerca de quiénes somos y qué queremos para encapsularlo con suma sencillez y claridad. Es obvio. Reloj sin manecillas no es redondo, ni aguanta la comparación con El corazón es un cazador solitario. Algo que, por otra parte, resulta casi una perogrullada porque es algo que le sucede al 99% de toda la literatura. Pero es una obra más que notable, y sigue siendo una novela de de Carson McCullers. Y eso significa que en ella encontraréis belleza, intimidad, lucidez y HUMANIDAD, en mayúsculas.  Que buena falta nos hace.