Dos niñas observan, detrás de los arbustos, cómo unos pequeños desalmados tiran piedras a las ranas. Cuando los niños se marchan, ellas acuden a ayudar a las ranas que han sobrevivido, si es que hay alguna.
Este podría ser el resumen de toda infancia, al menos de la mía. En mi barrio no había charcas, pero siempre se encuentra alguna vida más débil con la que medirse, y mis vecinitos sacrificaban gorriones en lo que debían considerar su camino a la madurez. Usaban tirachinas que ellos mismos fabricaban con un globo de su cumpleaños y la boca de la botella de leche que su mamá les obligó a merendar.
Cuando conseguían que cayera alguno, perseguían a las niñas para arrojarnos el cadáver.
Lorrie lanza esas ranas desde el pasado a la protagonista mientras observa cómo su marido mastica sesos en un restaurante parisino.
“Éramos tontas, pero queríamos cosas: verano, noches, tragos, brisa en los brazos, la intensidad dolorosa de la música, o los caminos silenciosos y sin autos a orillas del lago, más allá de los estacionamientos, margaritas salvajes y pasto a los costados, y caminar, fumando marihuana, que el humo nos quemara y nos diera pinchazos en los pulmones, las piernas lánguidas, los ojos vidriosos y calmos, las piernas moviéndose acompasadas antes de volver adentro a bailar. Conspiradoras. Socias emocionales. Eso es lo que éramos.”
Lorrie me recuerda que también así pasábamos los días aquí las niñas tontas: corriendo y gritando, huyendo de los niños que nos levantaban la falda, nos tiraban gorriones muertos o nos escribían notitas con corazones. Nos escondíamos para hablar y bailar, para ser ridículas cuando hablábamos de amor.
Berie y Sils también sueñan con el amor. Todas ensayamos con nuestra mejor amiga, y nos enamoramos de ella, la idolatramos, la cuidamos, queremos estar siempre con ella, escucharla, tocarla, olerla, que sea nuestra, que no dude y siempre responda nuestro nombre cuando le pregunten quien es su mejor amiga.
En la sociedad de Berie y Sils no hay bien ni mal, tampoco pasado ni futuro, solo existe el instante, fugaz y liviano como un destello que pudo ser o no, porque a esa edad las niñas no nos creemos del todo reales, todavía invisibles pensamos que esa no es la vida, que tan solo es un ensayo.
Por eso Lorrie nos cuenta esta historia sin juicio, moraleja ni edulcorantes. Las chicas bailan, ríen, temen por su vida frente a un tipo armado que las obliga a desnudarse, vuelven a bailar y a reír; todo ocurre con el mismo ritmo y bajo la misma emoción, no hay tiempo para la reflexión, ni para el trauma o el anhelo. Quieren más, más de la vida, más de la otra.
Pero los chicos se aburren de perseguir ranas y el ensayo se acaba. Las jóvenes se vuelven reales, ahora tiene tetas y tienen nombres. El instante desaparece y todo adquiere peso y gravedad, aparece el antes y el después. Sils busca el futuro montada de paquete en la motocicleta de un joven revientarranas, y Berie reconstruye la historia que ya ha terminado.
Ahora, en París, Berie observa a su marido, y como en el otro parque de atracciones donde trabajaba con Sils, interpreta su papel ensayado y deja que él haga lo mismo.
A menudo lo hablo con mis amigas de la infancia, ¿qué nos habría pasado de no estar juntas, de no vigilarnos, reñido y perdonado?
¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?
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