La «arqueología sajalinesca» —Sajalín se merece un adjetivo propio, eso y mucho más—, ese talento difícilmente comparable para rastrear, hallar y publicar esa maravilla literaria olvidada con más regularidad que casos de corrupción le estallan al PP, vuelve a alcanzar cotas alucinantes con este Un pueblo de Oklahoma del periodista y escritor George Milburn. Una colección de treinta y seis relatos breves sobre las vidas de los lugareños de un minúsculo burgo de la América profunda en los años veinte. Un magistral «puzle» de caracteres e historias, cuya suma de «piezas» conforma un único relato mayor, mucho mayor. Un tapiz humano que crea un fresco auténtico de un lugar y una época muy particulares.  

Nacido a principios del siglo XX en Coweta, un pequeño pueblo de Oklahoma —con menos de mil quinientos habitantes y, huelga decir, sospechosamente «literario»— del que Milburn se largaría siendo aún un adolescente para convertirse en precoz corresponsal del Tulsa Tribune. Viajaría mucho por Estados Unidos como freelance, conociendo a gente de toda índole y escribiendo libros de consumo efímero con títulos tan «dudosos» como Los mejores chistes sobre borrachos o Los mejores chistes sobre vagabundos. Con la llegada de la década de los treinta, Milburn regresaría a Oklahoma, entablando amistad —y cogorzas— con el gran Jim Thompson y comenzando a publicar relatos en revistas serias como The American Mercury, Harper’s o el New Yorker. Sus dos primeros libros, Un pueblo de Oklahoma (1931) y No More Trumpets (1932), cosecharon excelentes críticas, todo lo contrario que las tres novelas siguientes, falleciendo de un cáncer de hígado y en un absoluto anonimato en 1966 en Nueva York, donde trabajaba como oficinista en el departamento de tráfico. Al menos, hasta que llegaron nuestros «arqueólogos editoriales» preferidos…

Porque Un pueblo de Oklahoma es una de esas lecturas no sólo extremadamente fácil de recomendar, sino de las que, a los que defendemos a ultranza los relatos, nos refuerzan en nuestra denodada cruzada en favor de «la forma breve». Treinta y seis historias «despachadas» en menos de doscientas páginas, con cuentos que, de media, ocupan cuatro-cinco páginas y a los que, sin embargo, no les falta de nada. Son transparentes, de una fluidez pasmosa —la impecable traducción de Ana Crespo también nos facilita la tarea— directos al hueso. A veces socarrones, otras entrañables —¿quién podría enfadarse con La señora Hopkins y sus desvaríos?—, muchos directamente cafres y procaces, muy incorrectos políticamente —material tuitero, sin duda—, sin edulcorantes ni aditivos literarios. Todo lo humano, lo bello y lo bestia, de hecho diría que lo muy bestia, encapsulado en una colección de viñetas literarias. Vamos, que tenéis cero excusas y todos los motivos para leerlo…

Evidentemente hermanada con una obra maestra indiscutible como es Winesburg, Ohio, debido a su compartida estructura y la habilidad de ambas para retratar un tiempo y unas gentes indisociables del lugar en el que viven, el libro de George Milburn es una versión ciertamente más malévola, malencarada, ¡qué diablos! puramente redneck, comparada con la gran creación de Sherwood Anderson. Junto con lo que podríamos tildar de «costumbrismo al uso» y anécdotas diversas sobre las peripecias y obsesiones vitales —de todo tipo, de la avaricia al cine pasando por los delirios de grandeza— los personajes más memorables de la «aldehuela», el escritor okie también nos habla de racismo rampante —El defiendenegros, con el que se abre el libro, es una concisa y brutal crónica en ese sentido—, machismo insufrible, la versión más abyecta del puritanismo fanático y esa crueldad religiosa que se aprovecha de la ignorancia —no son pocos los cuentos con la fe como temática principal, desde los más ladinos como Los ancianos del Santo Tembleque hasta los más avinagrados como Y Dios castigó al zapatero o Gerald Lee Cobb— para someter con la más brutal crueldad al que intenta salirse de la línea establecida, especialmente si son mujeres. El tono parece amable e, incluso, en determinadas narraciones, los nuevos tiempos asoman con nitidez —como la osada Myrtle Birchett, o la memorable dignidad del protagonista de El médico negro—, pero lo que predomina es la dureza, la violencia —ese iracundo final de Muncy Morgan— y, sobre todo, la cruda realidad, en estos relatos.

Así, no es de extrañar que en muchas de estas historias su resolución sea una huída a toda prisa, ignominiosa en ocasiones, otra envuelta en pura rabia ante los acontecimientos, del pueblo y sus rancios atavismos, siempre reacio a cualquier atisbo de cambio. Incluído el propio Granizo y despedida, relato encargado de cerrar el volumen, en lo que parece un genial y nada velado fragmento de la propia autobiografía de George Milburn. Algo así como si el autor nos estuviera diciendo, con sentido del humor pero sin cinismo ni superioridades morales, que «mi pueblo estaba lleno de hijos de puta, había que salir de allí… pero, aún y así, era mi pueblo».   

No, definitivamente, ésta más que peculiar localidad del «Estado Sooner» no creo que sea un destino de vacaciones demasiado aconsejable. Pero, en cambio, me resulta muy complicado pensar en una lectura más recomendable que Un pueblo de Oklahoma para estos días de ocio venideros. Descubrimiento mayúsculo.