Si tuviera que hacer un listado de las mejores obras, a mi juicio, de la literatura bélica, sin duda Las cosas que llevaban los hombres que lucharon de Tim O´Brien formaría parte. Así que cuando Contra —infalibles, no me cansaré de decirlo— anunció la publicación de este Persiguiendo a Cacciato, su novela más conocida y por la que el norteamericano obtuvo el National Book Award en 1979, las expectativas eran muy altas. Pero ni por asomo esperaba encontrarme con una novela tan especial…
Persiguiendo a Cacciato nos hace regresar a Vietnam, conflicto convertido en casi un subgénero y que, a estas alturas, debería estar más que «amortizado» para la literatura o el cine. Pero O’Brien, que participó en esa contienda, consigue no solo narrarlo como MUY POCOS, sino que su libro resulte, de alguna forma incomparable, incluso sorprendente. Y este aspecto, considerando además que la obra que nos ocupa cumplirá nada menos que cuarenta añazos en 2018, no es una cuestión menor. Estamos ante una novela de guerra que realmente se «escapa» a esa definición. De hecho, a cualquier definición. Y el verbo escogido, escapar, es precisamente la clave.
A través del especialista de cuarta clase Paul Berlin, el lector aterriza en Quang Ngai, Vietnam, en otoño de 1968. Y ante él desfila una retahíla de bajas —un arranque pavoroso y magistral— en un comando norteamericano. Y, entonces, sin demasiada algarabía, uno de sus soldados, el aniñado Cacciato, decide abandonar. Desertar. Ponerse en marcha, echarse a caminar y, como si fuera una empresa perfectamente FACTIBLE, otra palabra clave, alcanzar París. Sus compañeros deciden ir en su búsqueda y captura… en un periplo de 13.800 kilómetros por Asia y Europa —la sobrecubierta del libro es chula, pero la cubierta, con el mapa de ese viaje imposible cruzando Laos, Burma, India, Afganistán, Irán, Turquía, Grecia, Alemania y Francia es soberbia— que durará más de medio año. Y que hará que la palabra ficción adquiera una nueva, completa dimensión.
Porque, ¿cuánto de lo que leemos sucede «en realidad»?, ¿cuánto es la imaginación desesperada y angustiada de Berlin?, ¿quién es Cacciato?, ¿de verdad quieren atraparlo o es una manera de autoconvencerse de que no están desertando? En la novela conviven el surrealismo y las situaciones absolutamente inverosímiles —el capítulo de los túneles, que parece firmado por Lewis Carroll, o la fuga en Teherán, por citar tan solo dos—, junto a la ensoñación, la pesadilla, y los pasajes inapelable, sobrecogedoramente realistas. A partir de todos ellos Tim O’Brien nos habla de confusión, frustración, sueños, miedos, errores, posibilidades, huidas… La más quimérica de las empresas como el último, quijotesco resquicio de la mente humana sometida a un trance demoledor: la guerra. París no está tan lejos… no si tienes las agallas de dar el paso. No si puedes cerrar los ojos, soñar despierto y alejarte de la muerte, al menos durante un instante.
La apuesta del escritor de Austin, Minnesota, es tan brillante como sumamente arriesgada, al jugar tanto con la cronología de la novela como con el equívoco y la ambigüedad durante el desarrollo de la misma. Ciertamente, tanto retruécano a veces puede despistar al lector. Pero tiene todo el sentido. Recrea a la perfección la desorientación, el aturdimiento, la congoja permanente del soldado. En realidad, Persiguiendo a Cacciato es un poderosísimo a la par que hermoso —belleza que aquí disfrutamos gracias a la traducción de David Paradela— intento de trasladar al papel un «estado mental», afortunadamente inconcebible para la mayoría de mortales. Es el denominado shell shock. El puro trauma psicológico asociado a ser partícipe de una guerra, algo que el artista Thomas Lea plasmó con aterradora profundidad en La mirada de las dos mil yardas. O que el Terrence Malick de La delgada línea roja —definitivamente pre Árbol de la vida— bordaría en la pantalla grande.
Pero aún hay más. Persiguiendo a Cacciato también puede leerse como un estudio psicológico del comportamiento humano ante circunstancias extremas. Dentro de la cuadrilla de Berlin encontramos todo tipo de caracteres. Desde el deprimido, fuera de lugar Teniente Corson, no sólo incapaz de liderar a los suyos, sino principal epítome de la futilidad de la misión emprendida, al ambicioso, voraz Oscar Johnson, presto a asumir el mando, pasando por el sociópata Stink Harris o el pragmático Doc Peret —médico del grupo que más que salvar a nadie, alivia las agonías de las muertes más lentas—, a la resuelta y jovial Sarkin Aung Wan, refugiada vietnamita acogida por el grupo gracias a su valiosa ayuda y cuya relación con Berlin podría ser el «empujón» que éste necesita para hacer de París un nuevo comienzo…
Y, por supuesto, está Cacciato, bobalicón, inconsciente y decidido —incluso me atrevo a decir que puede interpretarse como una metáfora de Estados Unidos, irresponsable y eternamente optimista— antítesis y/o proyección por contraste de Berlin, paralizado, reconcomido por sus dilemas internos, su sentido del deber y su papel para con el grupo. Algo que en el antepenúltimo capítulo, El fin de la ruta hacia París, se expone en una auténtica «pirueta narrativa», en la que O’Brien se atreve incluso con la filosofía y el pensamiento existencialista, confrontando la individualidad a la responsabilidad social. Lo que uno podría hacer y lo que uno debe hacer. Sería capaz de hablar de esta novela durante días, pero creo que la idea está clara. Como decía al comienzo de esta reseña, Persiguiendo a Cacciato es mucho más que un libro de guerra, pero si tenemos que clasificarlo como tal, va directo a la lista de los mejores. Leed a Tim O’Brien.
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