Hay que admitir que James Ellroy (1948) es alguien que tiene un aura que no suele dejar indiferente. Otra cosa es que metido como está en una nube de elogios, más propia del mundo del deporte de élite, de tanto en tanto se le pincha el globo de las hipérboles. Según parece, el autor norteamericano ha preferido guardar en el cajón la nueva saga, es decir, su segundo LA Quartet –va por la mitad– para meterse de lleno en la existencia de un ser, cuando menos pintoresco tirando a zafio, como Freddy Otash, el culmen de la corrupción. «Yo elegía los golpes. Mi banda guindada la guita y la droga. Eran sigilosos seres de las dos de la madrugada. Yo era su Rajá. El Poli Granuja». La narración se presenta como una confesión, en tres actos, como se recoge en Widespread Panic, 2021; Pánico, 2022. 

El novelista no deja de insistir en la mugre, la estupidez y la codicia humanas para así abrazar un nihilismo que aboca a un ajuste de cuentas enardecido contra un mundo que el autor detesta, cuyos vértices son Hollywood y LA, la megalópolis en la que nació, pero ya no reside. A Otash su confesión lo presenta como un hipócrita corto de miras, despreciado y obsesionado por las mujeres, aunque hábil en el chantaje. Sus tejemanejes no parecen responder a ningún código, más allá de obtener un beneficio propio a partir de un estado de pánico generalizado, al cual hace mención el título original de la obra. Su máxima se reduce a no asesinar, ni trabajar para los rojos, cosa que es incapaz de cumplir. 

A semejante individuo, que no es ficcionado, cuya capacidad profesional le supuso la expulsión de la policía, el autor le concede el papel protagonista de esta convulsa trama, urdida en una mente feroz y congestionada, vestida de fango y podredumbre, y regada de anfetaminas y alcohol. El narrador conoció al personaje tiempo después del arco temporal en que se sitúa la acción, en plenos años cuarenta. Un escenario maloliente, donde la violencia de los hechos es superior a los peores pensamientos de aquellos que han nacido con los sueños rotos, han sido mullidos a golpes y alejados de cualquier esperanza. Ellroy se sirve de un amoral para cosificar a las mujeres, despreciar al colectivo gay y a los faltos de carácter, a quienes pone nombre y apellidos.  

Según la narrativa negra de Ellroy, muchos famosos, que no significa los mejores, no tenían inconveniente en participar en escenas porno en películas que no se estrenarían –código Hayes, mediante–, pero tendrían unas proyecciones, por restringidas que fuesen. ¿Cómo ocultar un secreto así de tipos como Otash merodeando y sonsacando noche y día? Y más siendo la garganta profunda de la revista Confidential, que metía el miedo en el cuerpo tanto a políticos como a estrellas y productores de Hollyweird, aquí Hollybufo. Además de delator a sueldo del decrépito cuerpo de policía de la ciudad de LA, históricamente retratado como una institución podrida hasta los cimientos. 

El escritor no presenta un paseo salvaje por Hollywood, más bien es un boulevard asfaltado de difamación, sensacionalismo y fotogramas por revelar. Y una cháchara interminable de maledicencia. Tal vez ahí resida la clave. Muchos de los personajes mencionados han fallecido, algunos, incluso, alcanzaron el pináculo de la gloria en el imaginario colectivo, tal como se entendía entonces en los Estados Unidos. A efectos terrenales no deja de ser un eficaz recurso para ahuyentar demandas por difamación. 

Si Pánico es el primer acercamiento al mundo del novelista, hay que estar prevenido ante el uso de un lenguaje racista, sexista y homófobo. No obstante, se ha elogiado la manera de escribir de James Ellroy. Frases cortas. Secas. Incluso gusta el abuso que hace de las aliteraciones. Se apunta que usa el inglés de la época que describe, que codifica determinadas situaciones a partir de una jerga policial. A todo ello se ha sumado una especie de «duende travieso» en la traducción al castellano, preñada de americanismos, expresiones tales como «macarramóvil Packard», «robo con merodeo», «encongozarse», «acicateó las ventas» o el repetidisimo «chabolo». 

El escritor californiano no siempre resulta fascinante ni entretenido. Se defiende asegurando que lo que hace y representa Otash no significa que él lo comparta. En la literatura contemporánea norteamericana hay ejemplos de autores faltones, irreverentes, deslenguados, toxicómanos, delirantes, incluso algún que otro cafre. Transgresores muy cabreados con las épocas que les tocaron vivir. Pero, aún así, anteponen la acidez de su narrativa frente el recurso fácil de ridiculizar de manera grotesca y usar el libelo como arma arrojadiza. “Pánico” es una parada más en el hilo narrativo de James Ellroy para domeñar sus demonios. Ni mucho menos es final de trayecto.