¡Albricias! Volvemos a tener por aquí a la editorial Pálido Fuego, especialistas en delicatessen literarias y descubrimientos de autores de culto. Su listón ya estaba notablemente alto —leed Skippy muere y Zeroville ipso facto—. Pero ahora vuelven a elevarlo gracias al rescate de Oreo, de la escritora y periodista Fran Ross. Una sátira posmodernista, picaresca y humorística, con una prosa exuberante y libérrima, que pone patas arriba el mito clásico de Teseo para hablarnos de la identidad negra. Nos vamos a la Nueva York de la era pop en busca del Minotauro…
Nacida y crecida en Filadelfia, Fran D. Ross (1935-1985) se licenció en Periodismo, Comunicación y Teatro en la Universidad de Temple. En 1960 se mudó a Nueva York, donde ejerció de correctora y periodista. Su única novela —nunca dispuso de la estabilidad económica para completar la segunda—, Oreo, fue publicada en 1974, quedando relegada al olvido de inmediato. Luego colaboró con revistas como Essence o Playboy, trasladándose brevemente a Los Ángeles para escribir guiones cómicos en el efímero The Richard Pryor Show, y trabajando en publicidad y medios hasta su fallecimiento. Por tanto, tampoco pudo disfrutar del renacimiento de Oreo, saludada como una obra adelantada a su tiempo tras su reedición en el 2000.
Aunque póstuma, por fortuna Oreo tuvo una segunda oportunidad y ahora disponemos de ella para embarcarnos en un viaje del héroe de lo más desopilante y subversivo. Corrijo, heroína. Porque la novela es, superficialmente, el relato de las aventuras de la joven Christine «Oreo» Clark en busca de su padre. Hija de un matrimonio mixto casi proscrito —madre negra, padre blanco y, además, judío, de ahí su «galletero» apodo repleto de significado— que no duró demasiado. Oreo creció junto a sus abuelos maternos en «la ciudad del amor fraternal» mientras que su madre, pianista, está permanentemente de gira. Apenas llegada la pubertad, Christine debe dirigirse a Nueva York al encuentro de Samuel Schwartz, su desconocido progenitor.
Esto no sería rompedor per se… Pero a partir de aquí, Oreo es un auténtico festival de osadía e ingenio literario, con Fran Ross cuál Atila contra lo establecido. En primer lugar, mediante la fastuosa forma, con un narrador en tercera persona omnisciente que fragmenta y compartimenta el relato a su antojo. El lector encontrará subsecciones, diagramas, ecuaciones, menús culinarios —la abuela Louise es una secundaria inolvidable—, notas, anuncios, epístolas y un exuberante etc. Sumémosle el yiddish —glosario final incluido—, la jerga y el lenguaje erudito que obliga a destacar la colosal labor de traducción de José Luis Amores. Todo al servicio de cincelar una estructura episódica de novela picaresca y, más sui generis, formativa.
Seguimos, porque envuelto entre los suntuosamente mordaces modos, estilos y hechuras, Oreo alberga un fondo de corrosiva enjundia. Además de a las propias convenciones de la novela, supone una demolición juguetonamente maliciosa de los mitos. Porque a través del de Teseo —igualmente desgranado en el trasunto de posfacio—, Fran Ross expone los contrastes y conflictos socioculturales y religiosos. Y, sobre todo, cuestiona las nociones aceptadas de raza, cultura y patriarcado. De hecho, las tritura. La búsqueda del padre blanco ausente —un abandonador y un inútil—, la obliga a recorrer un mundo narrativo tan masculino como blanco, generoso en pimps, sexo, violencia y otras miserias testosterónicas al acecho.
Sin embargo, la atolondrada y paródica epopeya de nuestra infalible, carismática protagonista, mezcla de Sherlock Holmes, Angela Davis y «La novia» de Kill Bill sin espada, muestra que los negros, especialmente las mujeres, pueden apropiarse de temáticas y arquetipos culturales blancas. O que la paternidad no es precisamente importante —cuán abundantes son los Sam Schwartzes en «la gran ciudad»— cuando es fraudulenta. Y la masculinidad, risible —el propio Teseo es un héroe fallido—. Reivindicando en cambio el Black power, la diversidad de la negritud —Christine es una mulata que no se adhiere a patrones preconcebidos— y el empoderamiento femenino en el variopinto laberinto de las «malas calles» neoyorquinas…
Por supuesto, Oreo no es una novela en la que buscar una resolución canónica o una coherencia interna a prueba de balas. Incluso admito que su desenlace, pese a su rotundo varapalo al macho blanco, puede resultar menos memorable comparada con la efervescencia previa. En cualquier caso, estamos frente a una modernísima y valiente odisea, ante la que sin duda vale la pena dejarse arrastrar. Una obra mayor a descubrir, escrita para ser disfrutada por su chispeante lenguaje, su venenoso sentido del humor y, en fin, su bendita locura.
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