Allá por el verano de 2016, en estas páginas dábamos cuenta de Cutter y Bone de Newton Thornburg, uno de los descubrimientos «marca de la casa» más alucinantes —al menos, para quien escribe— de nuestra querida Sajalín en los últimos tiempos. Pues bien, a finales del año pasado, casi como si se guardasen el as en la manga —otro más, y van…— para poner el colofón al 2017, la editorial publicaba Morir en California, segunda novela del escritor norteamericano y la confirmación de que la incomparable colección Al margen ya tiene otro referente indispensable entre esos cronistas del reverso del Gran Sueño Americano.

Porque, al igual que sucediera con Cutter y Bone, en Morir en California Thornburg vuelve a «sacudir» los cimientos de la novela estadounidense para, a cambio, ofrecernos algo más escurridizo, sombrío, profundo —cuasi existencialista, me atrevería a decir— y, lo que es más importante, perdurable para el lector. Bajo la apariencia de un noir, el libro nos relata la desesperada búsqueda de respuestas de David Hook, un adusto e íntegro granjero de Illinois, ante la inesperada muerte de su hijo adolescente Chris en Santa Bárbara, California —también repetimos escenario—, aparentemente un suicidio. Hook, incapaz de aceptarlo, no cejará en su empeño de desenmarañar unas circunstancias cada vez más turbias, apuntando directamente a las testigos de su muerte, Liz Madera y Dorothy Rubin, así como al amante de la primera, Jack Douglas, un trío de personajes con demasiados resquicios para la sospecha. Pero Morir en California, del mismo modo que su novela anterior, tampoco es un thriller. En todo caso, sería un fascinante «sabotaje» de ese género, uno de los más arquetípicos conocidos.

De nuevo, la apuesta de Thornburg resulta arriesgadísima. Morir en California arranca recreándose en el dolor familiar ante la pérdida del primogénito, idolatrado hermano mayor y querido sobrino, «perdiendo» todo el tiempo narrativo que considera necesario para, por otro lado, establecer «un tono elegíaco y meditabundo» que ya no abandonará el texto. Acto seguido, buceamos en las «heridas de guerra» de Hook, un pasado que incluye renuncias, confusión y, nada baladí, tragedia, que moldean la idiosincrasia y la visión de un hombre tan implacable como derrotista —en ese sentido, el final es sobrecogedor—. Y pronto presenciaremos como el armazón de sus pesquisas detectivescas en realidad no importan al escritor, centrado en ahondar en la psicología de unos personajes atrapados en sus propios círculos viciosos: sexo, poder, prestigio, idolatría, estatus… Y a través de ellos, retratar a una América rota, hueca, agorera, descreída. Las antípodas de esa nación perennemente optimista e ingenua que todos creemos conocer…

Como si se tratase de un operario de demolición armado con una pluma o máquina de escribir, Thornburg desmonta tópicos y deconstruye paradigmas literarios con suprema fluidez y crepuscular elegancia en Morir en California, algo que la traducción de otra feliz «repetidora», la infalible Inga Pellisa —siempre en mi equipo—, se encarga de recoger a la perfección. Así, los villanos quizás sean tan frágiles, tan de carne y hueso, que el mal, simplemente, no tenga explicación. La femme fatale propia del género, Liz Madera, aquí es un volcán apagado, un despojo nihilista en busca de un motivo para vivir o dejarse finalmente ir. Douglas, el político corrupto y poderoso, es tan débil y patético que hasta nuestro protagonista se compadecerá de él en una sorprendente escena de juerga etílica sin nada que celebrar. Incluso nuestro héroe, el irreprochable Hook, quizás tenga algo embarrados los pies, ya que, tras su cruzada en pos de la verdad, se cierne la sombra del ansia de venganza y las pulsiones sexuales descubiertas mientras avanza la investigación… Me repito, pero debo insistir. Que autor tan valiente fue Newton Thornburg.    

Morir en California avanza a base de encuentros entrecortados, equívocos y situaciones extrañas donde la amenaza de violencia sobrevuela —ese ominoso viaje en barco,— taciturnas conversaciones regadas con mucho alcohol, un notable desfile de escenas donde los diálogos pesan y reflejan esas «dos Américas» que Thornburg quiere contraponer ante los ojos del lector. El hedonismo californiano en plena era hippie frente al «paleto» —así se refieren machaconamente a Hook— ganadero llegado del Medio Oeste. El cinismo y la podredumbre del juego político —del que se habla abiertamente—, de los aspirantes a la clase dominante, contra a los valores familiares, epitomizados en la defensa a ultranza del nombre y el recuerdo de Chris. Y, sin embargo, la poderosa sensación, luego certeza, de que ambos extremos, en manos de Thornburg, no son tan distintos y están destinados a encontrarse. A fin de cuentas, la condena es la misma, y los alcanzará a todos.   

Aunque si uno se viese obligado a elegir, me quedaría con la grandeza de personajes tan memorables como los Alex Cutter y Richard Bone de la anterior entrega sajalinesca de Thornburg, a mi juicio más redonda e intensa, Morir en California es la certificación de que nos encontramos frente a un autor muy especial. Uno que no teme introducir la reflexión y las «cargas de profundidad» en una trama que subvierte los géneros y los parámetros trillados, descolocando con su ritmo sincopado, y cogiendo a contrapié al lector en más de una ocasión con sus idas y venidas. Creando personajes que, al mismo tiempo, son espejos de una sociedad confrontada y en decadencia. Hablándonos, en definitiva, de un país forjado —acaso no lo son todos— a base de mentiras y muertes.