Xita Rubert (Barcelona, 1996) es, entre otras cosas, escritora. Cursa el doctorado de Literatura Comparada en la Universidad de Princeton, donde ha impartido clases sobre las relaciones entre literatura, filosofía y medicina. Un breve résumé apto para valientes. 

El título, Mis días con los Kopp, Anagrama resulta evocador. Y lo que convence es lo más obvio, aunque no es fácil de encontrar. Está bien escrito. Rubert conoce el valor y el significado de las palabras. En algunos pasajes Virginia, la protagonista, habla de ello. «Digo que no lo creo, pero cuando me rindo y sucumbo, pienso: lo enfermo como lo perverso, siempre está presente, silencioso, esperando ser llamado a escena, irrumpir, revelarse, emerger desde el prado feliz», asegura la protagonista avanzada la trama. 

Un halo entre la sorpresa, lo grotesco, la insensibilidad y el posibilismo invade las relaciones sociales que pivotan alrededor de su padre Juan, físico de profesión, además de profesor universitario. Su amigo Andrew los invita a reunirse unos días con él y su familia, con motivo de un acto docente, en el que a Kopp se le hará entrega de una distinción académica. 

El lenguaje empleado contiene distintas capas musicales a las que no cuesta encontrarles una suerte de swing, una musicalidad interna que dispara rítmicas dispares enmarcando así las armonías de las diferentes escenas. Pasar de la samba a, digamos, el synthpop no debe ser fácil. Pero llegados a ese punto los padres de Bertrand, mejor dicho, su conducta social, su lenguaje no verbal, su manera de posicionarse ante lo imprevisto son un ejemplo de superficialidad bochornosa. El retrato de la madre de Bertrand se lleva la palma. Hay oficio en esas líneas. Un breve spoiler: Juan informa a su hija que Andrew es un mentiroso compulsivo. Esa posición le permite rechazar el inasible, por inestable, comportamiento de Bertrand, su hijo, principalmente en público, que vive en su mundo interior.   

La autora barcelonesa, criada y educada en medio mundo, en esta su primera novela –aunque ya había publicado con anterioridad– expone sin ambages el fin de la adolescencia, el saberse en determinados círculos sociales más secundario que protagonista, las enfermedades mentales, el rol de la medicina y la asunción abrupta de responsabilidades no demandadas son elementos vitales que equilibran o desajustan emociones y decisiones. Ahí la música de las palabras de Rubert sobrepasa la elemental rítmica de AC/DC. Perder algo contra la propia voluntad y antes de tiempo no se puede contar a ritmo de bolero a no ser que te llames Bertrand Kopp y te pirren las esculturas efímeras. 

¿Qué supone Bertrand? «No sé cuánto tiempo nos mantuvimos así, pero siempre me agarré a la creencia de que se equivocaba, de que no era él quien operaba en su cuerpo, que lo cierto no era equivalente a lo real». El deseo es una pulsión tan real como real es su ingobernabilidad. En ello se produce un sutil menoscabo emocional que desata una concatenación de hechos minúsculos como si de partículas se tratase, que disminuyen la capacidad de disentir. 

Una gran mentira cae mientras se edifica otra nueva. Las apariencias en ciertos estamentos sociales no son una franquicia, son una marca que sella un procedimiento. Ser quien eres no es importante, ser lo que se exige que seas es lo conveniente. Es la bandera en que se reconocen los poderosos. Virginia atisba el abismo. Con esta novela, Xita Rubert aporta una vigorosa transversalidad que puede interesar a una multiplicidad de lectores, incluso de manera intergeneracional.