Cambio de tercio en nuestras «coordenadas literarias» habituales, reemplazando Estados Unidos y el realismo más descarnado por la fría Rusia y la ciencia ficción —aunque ahora matizaremos eso—. Y lo hacemos gracias a un dúo legendario, los hermanos Arkadi y Borís Strugatski, considerados los mejores escritores del género en la era soviética y Mil millones de años hasta el fin del mundo, que nos llega de la mano, siempre sabia, de Sexto Piso, y con la traducción de Fernando Otero Macías.

Porque Mil millones de años hasta el fin del mundo, publicada originalmente a finales de los años 70 y víctima de la censura —tanto la de la URSS como la española, permaneciendo inédita hasta la fecha en nuestro país—, muy pronto se revela ante el lector como una novela difícilmente adscribible a la ciencia ficción, para situarse en un plano bien distinto. Entre el existencialismo provocador de Kafka y el teatro del absurdo de Ionesco, los Strugatski logran que sus «científicos locos», tan generosos en disparates —con frecuencia etílicos—, como en paranoias y cuitas mentales, «hablen» con sutil claridad del lado más siniestro de la época soviéica

Comedia negra de maneras distópicas pero muy «pegada a la Tierra», Mil millones de años hasta el fin del mundo nos presenta al astrofísico Dmitri Maliánov, «abducido» ante un proyecto de magna envergadura —tiene el Nobel garantizado, nos asegura—, absolutamente revolucionario para la humanidad. Muy próximo a hallar la fórmula matemática con la que su teoría quedaría cerrada, ha enviado a su esposa Irina y a su hijo de vacaciones para poder concentrarse en su labor. Es entonces cuando el «mundo exterior» comienza a inmiscuirse en su inconclusa tarea: primero en forma de crípticas llamadas telefónicas, luego con un cargamento no solicitado de comestibles y vodka, y finalmente, con la llegada de una hermosa joven que asegura ser amiga de Irina. Junto a ella y su también enigmático vecino pasará una noche de beoda conversación… cuya resaca la mañana siguiente será terrible, con forma de entrometido y capcioso inspector a un tris de acusarlo de asesinato. Las distracciones pasan a ser amenazas…

Pero Maliánov no está solo en su extraña situación. Si el comienzo es ya bastante desconcertante, de esos que fácilmente enganchan al lector, el corazón de la novela es una fuente de divertida confusión, con el apartamento de nuestro protagonista convertido en una versión del «camarote de los hermanos Marx» con doctos investigadores, de distintas disciplinas, sumidos en su mismo tipo de congoja. Un «nubarrón» en forma de aciagos acontecimientos los acecha a todos. Las mentes más brillantes de su generación colapsadas por el miedo. Uno que parece del todo irracional pero exige andar con «pies de plomo» ¿Es esto real? ¿Se han vuelto paranoicos? ¿Es simplemente la presión por la relevancia de sus investigaciones? ¿O alguien, o algo, verdaderamente conspira contra ellos? Y si es así, ¿por qué?

Siempre acompañados de bebidas de alta graduación, entre constantes idas, venidas, secretos, medias verdades, «duelos» dialécticos para demostrar tanto la altura intelectual a sus colegas —la Academia no tiene premios para todos— como, faltaría más, su bravucona hombría, los cinco científicos intentarán encontrar una razón, un sentido a lo que les está sucediendo. Los Strugatsky van introduciendo, entre desvaríos y chifladuras, medidas «cargas de profundidad» que van planteando al lector no pocas cuestiones que apuntan a las responsabilidades, consecuencias y tensiones existenciales que conlleva la posesión del conocimiento, así como a la condición del enemigo al que se enfrentan, disfrazado —¿pero siempre vislumbrable?— mediante prosopopéyicos debates sobre fuerzas naturales, incluso extraterrestres, dispuestas a cualquier cosa para detener el progreso científico. El conocimiento es poder… y a los poderosos no les suele gustar compartirlo, ¿verdad?

A mi juicio, algún que otro diálogo se «estira» innecesariamente y los vaivenes emocionales de Maliánov —ahora ególatra, luego sencillo y generoso, un instante taciturno, al momento sociable, iracundo un segundo, abatido el siguiente— me resultan algo cargantes y no del todo creíbles. Pero la sensación de angustia permanente, de una funesta presencia muy tangible, una terrible admonición final, está brillantemente lograda. Y el desenlace, esa elección de cada uno de los eruditos entre la confortable seguridad de la ignorancia y el acuciante riesgo del saber resulta tan inquietante como fascinante. Mil millones de años hasta el fin del mundo durará mucho más que sus apenas 150 páginas en tu cabeza…