Ya podemos reseñar el segundo libro negro, el segundo Dirty Works tras el magnífico estreno de la editorial con Trabajo Sucio de Larry Brown, del que dimos buena cuenta a finales de julio en Indienauta. Y lo que tenemos entre manos no es un libro cualquiera. Maldito desde la cuna es la reconstrucción de una muerte grotesca, absurda, terrible. La muerte de un joven, en realidad un adulto a medio hacer, incapaz de hacer frente a sus frustraciones ni lidiar con sus numerosos, poderosos, fantasmas. El hijo del mito beatnik e icono contracultural William Burroughs, Billy Jr., camino a la perdición. Su perdición.

«Cuando le pregunté qué se sentía al ser miembro consanguíneo de la generación beat me dijo que era como ahogarse en el océano mientras veías como el barco se iba alejando cada vez más». Bruce Kaufman, sobre William Burroughs Jr.

Uno cree que ha leído mucho sobre la generación beat —una dedicación notable, hablamos de una parte fundamental de la educación sentimental de este lector—, pero a medida que van apareciendo otras obras como Personajes Secundarios, las excelentes memorias de Joyce Johnson, el indispensable Kerouac y la Generación Beat de Jean François Duvaltambién reseñado en Indienauta—, el Off the Road de Carolyn Cassady —al que tengo que echar mano de una vez—, y ahora este desolador Maldito desde la cuna, la perspectiva cambia radicalmente. Ofrecen un cuadro más crudo, o mucho menos amable, risueño, aventurero y poético del que estamos acostumbrados, uno en el que no hubo espacio para, usando el acertado título de Johnson, los personajes secundarios. De eso no hay mejor ejemplo que el desgraciado Billy Jr., en sus propias palabras «una especie de inadaptado en el entorno terriblemente maligno de Burroughs».

También un kamikaze, como sugiere Maldito desde la cuna ya en su explícito subtítulo La vida corta e infeliz de William S. Burroughs Jr. Nacido en 1947, Billy Jr. murió con 34 años, a consecuencia de un fallo hepático provocado por su gigantesco alcoholismo y el consumo de drogas. Criado por sus abuelos paternos tras el escalofriante fallecimiento de su madre Joan Vollmer cuando tenía cuatro años —el episodio más lamentable de la historia beat —el penoso juego etílico de «Guillermo Tell» que acabó con el homicidio accidental a manos de su ilustre marido—, la breve existencia de Billy Jr, un absoluto y desconcertante desastre, estuvo marcada por los hospitales —el relato de su fallido trasplante de hígado es sobrecogedor—, los intentos vanos por rehabilitarse, los penosos viajes en busca de su propio En el camino, las penurias económicas pero, sobre todo, emocionales. Y dos novelas, publicadas en los 70, Speed y Kentucky Ham —existen oscuras ediciones en castellano tituladas Dosis y Jamón de Kentucky, pero esperemos que Dirty Works ya las tenga controladas para que pronto vean la luz como se merecen—, a las que debemos sumar una tercera inacabada, Prakriti Junction, el material a partir del cuál el escritor David Ohle, en un excepcional trabajo de edición, ha creado Maldito desde la cuna. Como decía en el primer párrafo, una labor de reconstrucción… apabullante.

Y es que, formalmente, este libro es todo un hallazgo. Además de este material inédito, Ohle se sirve de la espeluznante correspondencia de Billy Jr. con su padre y otras personas de su entorno, fragmentos de las diversas entrevistas mantenidas con las personas que se relacionaron con nuestro malogrado protagonista —Allen Ginsberg, la poetisa beat Anne Waldman, James Grauerholz, editor e íntimo amigo de William Burroughs…— junto a las anotaciones de sus diarios para ordenar una suerte de biografía poseedora de un ritmo peculiar y una viveza dolorosa, entre una especie de documental que se nutre de múltiples voces y la fuerza del relato principal, a cargo del desdichado Billy Jr..

«¿Respondiste tú a aquel niño de cuatro años a cuya madre acababas de asesinar cuando te preguntó: ¿A dónde vas? ? […] tu puta cartera está llena de sangre».

Lo que vamos descubriendo en Maldito desde la cuna es a un hombre insoportable, irreversiblemente jodido. Uno no puede empatizar con alguien empecinado en autodestruirse y señalar con el dedo a todo el mundo como culpable de sus desgracias y malas acciones. Billy Jr. se muestra como un personaje patético… y, sin embargo, uno tampoco es capaz de evitar compadecerse por un ser humano que debió sufrir lo indecible ante un entorno que nunca le pudo ofrecer respuestas —huérfano de facto— y que, de hecho, apenas lo intentó —otro asunto, en mi opinión muy diferente, es si podrían haberlo salvado—.

Las cartas del padre, aunque a su manera afectuosas, muestran a Burroughs atendiendo a su desesperado hijo desde la distancia, y cuando están frente a frente, como en el fallido encuentro en Tánger, éste es relatado con una frialdad pasmosa por el mítico escritor. Un muchacho ansioso por formar parte del mundo beat, frustrado por ni siquiera rozar esa gloria literaria y, por encima de todo, ser correspondido por su idolatrado padre. Un joven escritor con verdadero talento para hacer que el papel cobrase vida, pero demasiado frágil para valerse por sí mismo en el mundo real.

«Epitafio: William Burroughs Jr. […] Siempre amó lo ingrato más que nadie».

Brutal lectura.