«Duirt me leat go raibh me breoite» (Te dije que estaba enfermo).
Epitafío de Terence Alan «Spike» Milligan, iglesia de St Thomas, Winchelsea, East Sussex.

Ahora que moquearse en un bandera parece ser el último ultraje, una afrenta tal que amenaza con derribar la «sólida» democracia española y el honor de sus ciudadanos, Blackie Books nos trae Mala pinta, un clásico del humor británico más absurdo y corrosivo, pergeñado por el llamado «padrino de la comedia alternativa», Spike Milligan. Una sátira disparatada con forma de novela y claro trasfondo político, enclavada en un pueblito irlandés en los años veinte, con el país recién independizado. En realidad, una osada y feliz excusa para demostrar que la literatura es  —o debería ser— capaz de reírse de TODO y de TODOS, a cargo del «padre putativo» de los Monty Python… y escrita en 1963. Por desgracia, ¡cómo cambian los tiempos!

Aunque nació y pasó parte de su infancia en la India, y renunció a su ciudadanía británica en favor de la irlandesa en 1962, Spike Milligan es una figura clave del humor británico. Cornetista, músico de jazz y comunista, su vis cómica comenzó a desarrollarse en plena guerra Segunda Guerra Mundial, donde además de servir en artillería y recibir una herida de mortero en la batalla de Monte Cassino —o Roma—, comenzó a crear e interpretar sus gags en los shows organizados para animar a las tropas. Ya en la posguerra, Milligan haría fortuna con el mítico y pionero programa radiofónico de la BBC The Goon Show —1951-1960—, junto a Peter Sellers, Harry Secombe y Michael Bentine. A partir de ahí, su trayectoria se multiplicó y diversificó, con el salto a la televisión y el cine, la producción de comedia, además de ejercer como dibujante y escritor, manteniéndose bastante activo hasta el final del pasado milenio pese a sus problemas de salud —sufrió de trastorno bipolar y colapsos nerviosos—, hasta su fallecimiento en 2002. Un mito del género.

Sobre el papel, la trama de Mala pinta nos lleva hasta el ficticio y más que remoto pueblo de Puckoon, lugar en el que, en 1924, la muy solemne y aún más amiga de las bebida espirituosas Comisión de fronteras, decide situar la frontera entre el Úlster y la joven Eire, poniendo patas arribas la tranquila, aunque deliciosamente excéntrica, vida de sus habitantes. Desde el cementerio de la iglesia —los muertos tendrán que hacer «papeleo extra» y pasar una aduana— al pub —en una zona los tragos son más baratos que en el resto del local—, apropiadamente llamado el Santo Bebedor, el arbitrario trazo divide de forma insostenible el lugar, lo que ocasiona su ¿airada? ¿rocambolesca? ¿enajenada? reacción. Si a eso le añadimos una pantera negra escapada de un circo ambulante, una representación teatral desastrosa, militantes del IRA dispuestos a dinamitar el puesto fronterizo, junto a un inolvidable personaje principal, Dan Milligan, tan ocurrente como holgazán, siempre en medio del huracán o pagando los platos rotos muy a su pesar, el dislate que tiene delante el lector es superlativo.      

Uno no tarda demasiado en darse cuenta que a Spike Milligan aspectos como la coherencia narrativa o la consistencia de la trama le traen bastante sin cuidado. Su Mala pinta es un festival de la digresión, uno en el que el texto se «da a la fuga» con frecuencia, presto a hurgar en los elementos más jocosos del siguiente personaje esbozado, e incluso en el que el propio autor puede ponerse a dialogar con su protagonista —nótese la coincidencia de apellido— Dan Milligan. Todo al servicio del próximo one-liner y el doble sentido hilarantes, registros en los que Spike era un maestro —y en los que debe destacarse la traducción de Julia Osuna—, y/o la escena con mamporro o embrollo supremo incluido. A veces, más que una novela, da la sensación de que estamos ante una sucesión de sketches narrados, posiblemente esperando a ser llevados a la pantalla  —de hecho, Puckoon tuvo adaptación cinematográfica en 2002—. En definitiva, un bendito caos.

Si, como obra literaria, Mala pinta puede calificarse de endeble o excesivamente deshilachada, asombra —a la vez que deprime— la libertad y nivel de irreverencia que la novela y su autor alcanzan. Los usos y costumbres de irlandeses y vecinos del norte, la guerra, la religión, la historia, los muertos… y, huelga decir, la política. Todo vale en Mala pinta si el resultado es la risa. En un momento de hipersensibilidad alrededor de independencias, patriotismos y símbolos como el que vivimos, y en el que el linchamiento virtual —de momento, pero los brotes violentos y las amenazas están ahí, y es obvio el lado del que surgen—  es el nuevo deporte rey, resulta tan refrescante como revelador toparse con una sátira tan loca, libertina y políticamente incorrecta. ¿Podría escribirse Mala pinta en la era de las redes sociales? ¿Triunfarían los Monty Phyton hoy en día? En ese sentido, he aquí una lección con más de medio siglo a sus espaldas. Porque si perdemos el sentido del humor, tengo muy claro quienes ganan…