Alpha Decay acabar de reeditar LSD flashbacks, la autobiografía de Timothy Leary y, esta vez, servidor no iba a dejarla pasar. El personaje sin duda lo merece. El doctor Leary fue una de las figuras capitales y más míticas de la contracultura norteamericana. Definido por Richard Nixon como «el hombre más peligroso de Estados Unidos», el conocido como el «apóstol del LSD» fue un singular activista utópico y humanista, que intentó transformar occidente cultural y espiritualmente mediante la experimentación con las llamadas drogas psicodélicas y que, con su particular cruzada, se convirtió en un «grano en el culo» para los gobiernos conservadores de la época, teniendo que lidiar con la justicia buena parte de su vida como consecuencia.

LSD flashbacks son ni más ni menos que 700 páginas de autobiografía, pero nadie lo diría. El libro se lee de corrido, enganchando al lector desde el minuto con una obra que tiene de todo: es una mezcla única de ciencia, espiritualidad, desvaríos, vivencias personales, novela de aventuras, política e historia de Estados Unidos, ensayo sociológico y cultural, crónica carcelaria… ¿Quién da más? ¿Hemos estado buscando todo este tiempo y la gran novela americana estaba aquí? Menudo viaje tenemos entre manos —lisérgico o estricta, sobriamente literario—.

El prólogo lo firma William Burroughs. Son apenas tres páginas, pero concluyen así: «Esto es la Era del Espacio, y estamos Aquí para Irnos». Y a continuación, llega la introducción, a cargo del propio Timothy Leary, la historia de su propia concepción como ser humano el 17 de enero de 1920 en la reserva militar de West Point, Nueva York. Literalmente. En serio. ¿Cómo no seguir leyendo?

Entramos de lleno en la primera parte de la autobiografía, titulada «Metamorfosis: el final de lo viejo», casi 300 páginas —agarraos los machos, hay mucha tela que cortar— donde Leary, entre incursiones a su pasado pre-LSD, marcada por una cada más incipiente rebeldía contra el conservadurismo y los estamentos sociales tradicionales y el trágico suicidio de su primera esposa, se convertirá en el doctor psicodélico. Nuestro gurú nos explica el «aterrizaje» en el Centro de Investigación de la Personalidad en la entonces abierta y avanzada Universidad de Harvard; sus primeras experiencias con hongos en México; su conexión con Richard «Baba Ram Dass» Alpert; las exitosas primeras pruebas con la psilocibina; luego el ácido y la creación, a medida de que sus experimentos van haciéndose más conocidos, de un auténtico «movimiento psicodélico» cuyo ejército lo componen tanto sus alucinados —era muy fácil, mis disculpas— alumnos como una retahíla de personalidades de la época sencillamente apabullante.

Por LSD flashbacks desfila buena parte de la «red beatnik»: en primer lugar Allen Ginsberg, empeñado en democratizar la posibilidad de alterar y expandir los estados de consciencia humanos. Pero también el ya mencionado William Burroughs —imperdible capítulo 13, demasiado para los recién llegados al universo de las drogas—, el gruñón Jack Kerouac, un inconteniblemente vitalista Neal Cassady, Gregory Corso o Peter Orlovsky. Pero hay mucho más: Aldous Huxley, Gordon Wasson, Arthur Koestler, Wilhelm Reich, John Lilly, Alan Watts, Marshall McLuhan, Hollywood —de Jack Nicholson a Cary Grant en un fascinante capítulo 17—… En apenas tres años, de 1960 a 1963, Leary pasa de ser un anónimo y apesadumbrado psicólogo, al tipo que todos querían conocer: el buen, revolucionario Doctor. Pero tamaño éxito iba a comportar también una previsible condena. Harvard vira hacia el conservadurismo habitual de la ignorancia, la costumbre, inhabilitándolo para la docencia y presagiando lo que estaba por venir.

Arranca así la segunda parte, «Paidomorfosis: juvenilización», que bien podría haberse titulado «Mis problemas con la justicia». Del exilio forzoso de la universidad al nacimiento de la comuna pseudo-hippie de Castalia en Millbrook. Pero el peculiar centro de investigación-refugio de vida en lisérgica libertad, aparte de divertidos e infructuosos encuentros con Ken Kesey y sus benditos pillastres, rápidamente se tornará en principal foco de problemas. El gobierno norteamericano pasará de fomentar los experimentos psicodélicos —hablamos de la CIA, claro— a desencadenar una guerra declarada contra las drogas —siempre de puertas afuera, huelga decir— situando a Leary como objetivo nº1 de su persecución.

Entre 1965, fecha de su primera detención en Laredo, frontera con México, junto a su tercera esposa Rosemary y sus dos hijos, hasta que el gobernador de California Jerry Brown lo exonerase de los cargos contra él en 1975, Leary pasará una década entre pleitos y 40 cárceles de cuatro continentes. Pero sus arrestos y periplos judiciales no restan un ápice de interés a LSD flashbacks que, por momentos, se transforma en una sorprendente novela de aventuras donde la mal llamada alta política también hace su aparición —más que turbio affaire Kennedy incluido—. Se escapa de la prisión de San Luis Obispo en una fuga planeada con los Weathermen. Eldridge Cleaver, uno de los líderes más conocidos de las Panteras Negras, lo acoge en Argel y en poco tiempo la relación se vuelve delirantemente insostenible. Intenta sobrevivir en la clandestinidad en París, varias localidades suizas, Viena y Kabul, donde la DEA, la Administración General de Drogas, vuelve a atraparlo.

Por si fuera poco, Timothy Leary tendrá tiempo de liderar otras infructuosas empresas como la la comuna de la Hermandad del Amor Universal, presentarse a gobernador de California con John Lennon y Yoko Ono como compositores de su canción de campaña electoral —¿os suena una «cancioncilla» llamada «Come Together»?—, participar en Woodstock y Altamont y vislumbrar que el futuro, como ya presagiaban tanto Burroughs como McLuhan estaba en los ordenadores y la cibernética, a los que se dedicaría una vez alcanzase la anhelada libertad y hasta su muerte 1996, ya entronizado como icono indiscutible de la contracultura.

De los Rolling Stones —hablamos de drogas, Keith Richards no iba a faltar— a Charles Manson, de Jerry Rubin a Hubert Humphrey, de Vietnam al Watergate, las convulsas décadas de los 60 y 70s tienen en Leary no sólo a un cronista y testigo de excepción, sino a unos de sus actores más singulares. Turn on, tune in, drop out. Enchúfate, sintoniza, sal —déjate llevar, rompe con lo establecido—. Al menos con su apasionante autobiografía.