Hace cuatro años, la insigne Impedimenta me permitió descubrir a Thomas Coraghessan Boyle y su imprescindible Música acuática. Y desde entonces, tras quedar obnubilado por las andaduras del explorador Mungo Park —y Ned Rise, más una pléyade de secundarios—, las ganas de volver a leer al de Peekskill, Nueva York, han sido enormes. La espera ha sido larga pero, por fin, ha terminado este octubre con Los terranautas. La singular historia del confinamiento de ocho científicos en un apasionante tour de force narrativo, mitad reality show mitad experimento espacial y ecologista, más pertinente que nunca.
Los terranautas nos sitúa en 1994, en el desierto de Arizona, donde cuatro hombres y mujeres quedarán recluidos dos años en la «Ecosfera 2»: un mundo recreado, comprimido y ubicado bajo una cúpula de cristal. Un prototipo de futura colonia extraterrestre, donde los humanos testeen sus límites —resiliencia frente a las adversidades y el aislamiento, capacidad para ser autosuficientes—. El revolucionario proyecto de Jeremiah Reed, ricachón ecovisionario con ínfulas deíficas, apodado «D.C.» —«Dios Creador»—, convertido en lucha por la supervivencia ante los problemas, físicos y emocionales, que asolarán al equipo. Si el planteamiento os parece surrealista, sabed que está basado en hechos reales, «Biosphere 2». Hay documental.
Sobre el papel, la voluntad de la «Ecosfera 2» es la de una instalación de investigación científica de capital relevancia para la humanidad. Sin embargo, tampoco escapa al lector que detrás hay un enorme potencial económico. No llega a la broma de mal gusto que calificaba de «experimento sociológico» el primer Gran hermano, pistoletazo de salida de la telebasura permanente, y germen de una legión de programas replicantes para zombis televidentes. Pero pronto vemos como los elementos publicitarios y de proto reality —vigilancia permanente vía Control de Misión, zona privada, a lo confesionario, para atender visitas y llamadas del exterior, y extremos «giros de guión»— marcan la pauta.
¿Ecologismo, ciencia ficción y morbo en prime time? El riesgo de astracanada existe, y en otras manos, la novela se desequilibraría sin remedio. No obstante, ahí reside buena parte del juego de este sátiro de prosa desbordante. T.C. Boyle extrae todo el jugo a su inusual planteamiento mediante una estructura pseudodocumental, con tres narradores —Ramsay Hoothhorp, Dawn Chapman y Linda Ryu— alternándose, siempre haciendo avanzar el relato. A través de ellos, asistimos a un enclaustrado vodevil —en efecto, el teatro tiene su peso en el libro— de elevados ideales y harto sospechosa coreografía. Algo así como mezclar a George Orwell, The Martian, el «Génesis», Una verdad incómoda y La isla de las tentaciones. Pero donde las miserias y la «carnaza», ganan, por goleada, a la utopía.
Y es que las desgracias, encontronazos y progresiva desesperación de los «terranautas», en realidad le sirven a T.C. Boyle para hablarnos del comportamiento humano en situaciones extremas. Y no salimos bien parados. Los narradores nos brindan un tratado sobre el ego, la envidia —algo de lujuria también— y la mezquindad desde tres puntos de vista. El de Ramsay, abnegado capitán de la expedición, y donjuán macho alfa con graves taras emocionales. El de Dawn, irresistible e intrépida egoísta mesiánica. Y el de Linda, su mejor amiga, carcomida por los celos y sus inseguridades desde el Control de Misión al quedar excluida de los elegidos. Un malévolo fresco de una edénica misión amenazada por eso que nos hace personas, independientemente de lo brillantes que éstas debieran ser.
Me resulta obvio que T.C. Boyle ha disfrutado sobremanera escribiendo Los terranautas. Esas ganas de atizar constantemente a sus personajes —no exenta de una cierta empatía… «si nos pinchan, ¿acaso no sangramos?»—, con su corrosivo sentido del humor marca de la casa lo delatan. Probablemente, creo que eso influye en que se le haya ido la mano en la extensión de la novela —una ligera reiteración temática, aunque lógica considerando que se relata un encierro—. Pese a ello, en ningún momento cae en la pesadez, su prosa es demasiado brillante, ágil y contagiosa —además traduce Ce Santiago, toda una garantía—. De hecho, más páginas significan más oportunidades para dar rienda suelta al ingenio del neoyorquino…
Porque entre las idas y venidas del trío protagonista rememorando las ahora increíbles, ora lamentables, vicisitudes acaecidas durante la misión de la «Ecosfera 2», T.C. Boyle puede pergeñar sutiles o diáfanas andanadas contra los medios de comunicación y la «sociedad del espectáculo», las jerarquías —los ocho científicos son poco más que representantes de una especie en extinción expuestos en un zoológico tan especial como lucrativo—, o la religión. Y uno no puede dejar de pensar en lo apropiada que resulta la lectura de Los terranautas en este 2020. Un visionario retrato de una civilización autodestructiva… y en caída libre. La nuestra.
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