Jean Stafford sabe escribir. Obvio, menuda perogrullada, pensaréis. Pero no, no quiero decir que la escritora norteamericana, rescatada por fin para nuestro país por la indispensable Sajalín —ilusión especial para quien escribe, primera reseña en Indienauta de una de mis editoriales preferidas— sabe construir oraciones morfosintácticamente coherentes, así como ordenarlas coherentemente, articulando de este modo el desarrollo de historias con sentido. Me refiero a esa habilidad, más bien genuino talento, para hacer que las descripciones pesen, las palabras hieran y los diálogos muerdan. Gracias a ello, sus personajes parecen de carne y hueso, y sus problemas duelen. Eso es saber escribir.

Y todo sin levantar la voz. Porque la ganadora del Pulitzer en 1970 por The Collected Stories of Jean Stafford, de la que Sajalín ha seleccionado estos trece relatos que conforman Los niños se aburren los domingos, no necesita crear historias rocambolescas, profusas en giros artificiosos, o caer en excesos melodramáticos. No, Stafford es sutil, cediendo todo el protagonismo de sus relatos a unas mujeres en conflicto, latente o abierto, con su época.

Una época, mediados de siglo, en la que la condición femenina aún se dirimía mediante extenuantes convenciones sociales, aunque podríamos condensarlas en una: “existes en función de tu matrimonio”. Un mundo opresivo bajo la aparente pátina de la tranquilidad doméstica, que las relegaba personal, profesional e intelectualmente. En todos los relatos las mujeres de Stafford, consciente o inconscientemente, intentan superar los límites impuestos para ellas y padecen las consecuencias de esa soterrada rebelión.

El enfrentamiento entre dos mundos, uno incipiente y otro aferrado a sus costumbres es el evidente eje de estas poderosas historias, ya sea entre diferentes generaciones de mujeres, como en La vida no es un abismo —remachado con el demoledor diálogo sobre la importancia del dinero—, o En el zoo, donde Stafford permite a sus heroínas derrotar el pasado; en el ámbito conyugal, como en Una historia de amor en el campo, donde la imaginación rayana al delirio es un refugio frente al tedio que se torna en repugnancia, en un relato tan inquietante como El papel pintado amarillo de Charlotte Perkins Gilman, o el magistral Policías y Ladrones, donde su clasicismo formal y su desoladora, cruel exposición de un matrimonio insostenible, la empareja con el estilo de Richard Yates; o en el plano intelectual, con el relato que da título al volumen o en La invasión de los poetas.

Stafford, cuya historia personal se asemeja trágicamente a no pocos momentos de estos cuentos —matrimonios fallidos con el poeta Robert Lowell y el escritor de la revista Life Oliver Jensen, alcohol, depresión—, sabe decirlo todo sin caer nunca en excesos narrativos, y pese a que el realismo frío impera en estas páginas, también hay espacio para la ironía, sobre todo cuando de lo que se trata es de atacar ese mundo falaz, gobernado por las apariencias, brillantemente expuesto en toda su hipocresía en relatos como Una conversación educada y La historia de Beatrice Trueblood, más próximos, aunque menos livianos, a las vívidas impresiones sociales de Dorothy Parker o una precursora como Edith Wharton.

Acaso con un par de excepciones, Los niños se aburren los domingos es una colección de relatos extraordinariamente sólida, de diáfano continente y abismal contenido. Un abismo doloroso, cercano y trasladado al papel con ojo clínico y palabras certeras. Gran escritora, gran descubrimiento. Queremos más.