«Crónicas», la estupenda colección de Anagrama dedicada al periodismo y los grandes reportajes, ha sido renovada este otoño. Y entre las reediciones y nuevos lanzamientos destaca Los muertos y el periodista, del salvadoreño Óscar Martínez. Una obra que marida brío literario con géneros como la crónica, el ensayo basado en la propia experiencia, hasta el relato de viajes —con todo el entrecomillado posible—, para reflexionar sobre la violencia sistémica en Centroamérica y el rol de su profesión en su cobertura, investigación y cruel realidad.
Nacido en San Salvador en 1983, Óscar Martínez es jefe de redacción de Elfaro.net y cofundador del proyecto Sala Negra, dedicado al estudio de la violencia en Centroamérica, a los que añade la autoría de diversos libros sobre la temática. Obras como Los migrantes que no importan (2010), La bestia (2013), Una historia de violencia (2016) y El niño de Hollywood (2018). También es coautor de Jonathan no tiene tatuajes (2010) y Crónicas negras. Desde una región que no cuenta (2013). Ha recibido premios como el Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez de México, el Nacional de Derechos Humanos de la Universidad José Simeón Cañas de El Salvador, el Internacional a la Libertad de Prensa o el Premio Hillman.
Aunque fugaz, no es el primer encuentro de quien escribe con Martínez —prologó el magnífico Ver, oír y callar de su hermano Juan José—. Pero su dilatada experiencia cubriendo caravanas de migrantes, narcos y maras, corrupción policial, sicarios, impunidad criminal —de ambas partes—, y asquerosa pasividad o, aún peor, connivencia política en varias de las latitudes más pavorosas del globo, se muestra en su apogeo en estas páginas. Hay varios cadáveres, con nombres, apellidos, familias y contextos similares de pobreza y cercanía —voluntaria o no— a las pandillas en Los muertos y el periodista. Pero dos son las historias, abrasadoras a los ojos del lector por su desgarradora injusticia y ramificaciones sobre la podredumbre que azota a El Salvador, que actúan como ejes del libro.
La primera es el caso de Consuelo. Madre coraje y testigo de lo ocurrido, decidida a limpiar el nombre de su hijo, fallecido en un «enfrentamiento» —término oficial acuñado por la policía y medios— en la finca San Blas, centro del país, en 2015, entre agentes y pandilleros. Se saldó con ocho muertos, todos ellos del segundo «bando». Solo que ni Dennis —ni Sonia, otra víctima, además menor— eran Salvatruchas, mareros. Simplemente tuvieron la desgracia de trabajar en ese cafetal mientras otros buscaban desesperado refugio. Y lo que hicieron las fuerzas garantes del cumplimiento de la ley y el orden fue una masacre brutal… luego abyectamente vil.
La segunda, el relato principal de la obra, y resultado de tres años de seguimiento, son los encarnizados asesinatos de tres hermanos: Wito, Herber y Rudi. El recurrente resultado de guerras intestinas entre pandilleros rivales —solo uno de ellos lo era— según las autoridades. En realidad, un cruento ajuste de cuentas policial. De nuevo. Dos ejemplos entre varios de ese «paseo terrible por el más bajo de los mundos», que permite a Martínez no sólo hablarnos de la terrorífica violencia salvadoreña, en sus propias palabras «parte de nuestro ADN como sociedad y no entenderlo es no comprendernos a nosotros mismos». Sino reflexionar acerca del papel del periodismo en ella.
Porque Los muertos y el periodista explora las contradicciones, límites y responsabilidades de su oficio, algo en las antípodas de esta era de Basuras digitales —insertad aquí vuestra infecta cabecera predilecta—, infames esbirros del poder —o aspirantes a él desde el cobarde tertulianismo— y otros insignes cloaquistas. Dicha responsabilidad, de hecho, recae en él mismo, preguntándose, sin cortapisas, si su afán por contar la historia favoreció las muertes. ¿Fue la cobertura honesta? ¿Debió pararse? ¿A quién se ayuda realmente investigando? ¿O al contrario, se protege abandonando las pruebas? ¿Expuso a sus fuentes? Y aún más importante, ¿valió la pena? Dilemas y cuestionamientos profundos, profesionales y morales, en un territorio regido por otras reglas. Las más crueles.
Ese fascinante y durísimo engarce entre los sucesos investigados y su incidencia en ellos es lo que convierte a Los muertos y el periodista en un título no solo recomendable, sino más necesario que nunca. Y es que, en tiempos de hipócritas «aguantamos, seguimos, resistimos», Óscar Martínez duda, admite errores, cuestiona su ética, su ponderación de riesgos. Incluso qué hay tras el, en principio, deseable idealismo de la profesión. ¿Es solo puro ego en un lugar corrompido? En definitiva, ¿puede el periodismo transformar el mundo?
No voy a destripar la respuesta. Mejor os invito a descubrirla, pensándola al avanzar en la lectura de Los muertos y el periodista. Solo añadir que a todo lo anterior, cabe destacar la prosa del autor, un narrador poderoso. Con una voz singular, absorbente combinación entre laconismo, ferocidad y afán por la verdad. Su verdad, claro, contada mientras se adentró y navegó en el abismo… Seguramente el lugar, por desagradable que sea, en el que el periodismo debe aspirar a estar. Y, ¿quizás donde el ciudadano debería exigirle permanecer?
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