Japón como destino final… o punto de inflexión. Ese es el viaje, insólito e íntimo, no del todo aprehensible pero profundamente familiar, propuesto por la autora alemana Marion Poschmann en Las islas de los pinos, sucinta pero indeleble novela recién publicada por la siempre recomendable Hoja de Lata. Ínsulas físicas e ínsulas humanas, existencias a la deriva en busca de respuestas o revelaciones del destino siguiendo los pasos de un poeta milenario. De nuevo, toca hacer las maletas…

Nacida en Essen en 1969 —aunque afincada en Berlín—, Marion Poschmann se formó en filología y filosofía antes de convertirse en una de las poetas, escritoras y ensayistas alemanas más celebradas en su país, finalista en dos ocasiones del Premio Alemán del Libro y ganadora del Düsseldorfer Literaturepreis, el Premio Alemán de Literatura y Naturaleza en 2017, el Wilhelm Raabe, además de los principales en el terreno de la poesía, el Peter Huchel y el Ernst Meister. Con Las islas de los pinos, primera de sus obras traducida al inglés y, ahora al castellano —gracias a la impecable labor de Santiago Martín ArnedoPoschmann está en la lista de seis finalistas del Premio Man Booker Internacional. Reconocimientos para una autora y un libro que hace de la brevedad virtud, y en la que la palabra «diferente» adquiere pleno y resonante significado.

Porque la trama de Las islas de los pinos, «sobre el papel», roza lo esperpéntico. Nuestro protagonista, Gilbert Silvester, es un profesor universitario —su materia de estudio, el papel de la barba en la historia del cine, es de lo más rocambolesco que uno ha leído jamás— algo resabiado y aún más frustrado bajo su capa de «normalidad occidental». De la nada, tras una mala noche en la que sueña que su mujer le engaña, da un bandazo radical a su mundana rutina cogiendo inmediatamente un avión a Japón. Tras la impulsiva sacudida inicial, encuentra un nebuloso objetivo, una dirección, a su inesperado periplo: seguir los pasos, y los versos, del poeta Matsuo Bashō, uno de los maestros del haiku japonés, en su camino hacía Matushima, «las Islas de los Pinos», uno de los lugares más bellos y remotos del país.

¿Extravagante? Pues todavía no hemos acabado. Porque Gilbert no hará la ruta en solitario, sino junto a Yosa Tamagotchi, atribulado estudiante que, incapaz de lidiar con el peso de la presión millennial, anda buscando el lugar perfecto para inmolarse con la ayuda del Manual completo del suicidio—auténtico best-seller de Wataru Tsurumi en los años noventa sobre el que vale la pena indagar un poco en Internet, dice bastantes cosas del país—. Improbables compañeros embarcados en un singular viaje, al encuentro de un «Japón esencial», donde la espiritualidad va ligada a una naturaleza que llama a la abstracción y la meditación, y en el que la extrema resolución del oriental pondrá en su justo contexto, por comparación, las razones por las que Gilbert tomó ese avión… 

Con semejante planteamiento, Las islas de los pinos corría riesgos de diversa índole. Tanto la sombra de la astracanada hipster, el lado más new age —léase indigesto— de la llamada nature writing o la del «plomo existencialista» acechaban. Pero Marion Poschmann logra despejar las sospechas de forma instantánea y, armada con una prosa subyugadora, lírica sin necesidad de florituras, certera sin asfixiar la naturaleza paisajística y contemplativa de la narración, y con un finísimo sentido del humor que permea situaciones y cavilaciones de extrema solemnidad, ensambla una novela ensoñadora pero apegada a la realidad sobre cuestiones, en principio inasibles o incluso exóticas —la industria turística todavía vende el misterio del «Imperio del Sol Naciente» o el «de los sentidos»—, no obstante sorprendentemente reconocibles…    

Y es que Gilbert y Yosa, por distintos y, en algún caso, inescrutables motivos, han emprendido huidas hacia adelante que, realmente, son resoluciones viscerales e impulsivas contra los reveses de la vida y la inexorable comezón interna, sea ante el fracaso de una cotidianidad caníbal en el caso del europeo, o de una nubilidad exigente hasta el paroxismo en la oriental, cuando en ambas sociedades ser feliz y cool parece tan sencillo. Y, a raíz de ese viraje, ese «tiempo muerto» brusco, Poschmann, con una extraordinaria atención para el detalle, expone contradicciones —ansiamos la naturaleza, pero sin renunciar a nuestras comodidades, somos turistas hasta del suicidio— propias tanto de nuestra época como del lugar —el contraste entre espiritualidad y espacios abiertos frente al «hormiguero» humano e hiper-tecnológico que es Japón— en el que transcurre la obra, nos habla de culpas y cuitas fútiles, así como de la necesidad de estar solos para reflexionar y encontrarse a uno mismo, intentando retomar las riendas de nuestro destino.

En definitiva, aunque este tipo de libros quizás no sea apto para todos los públicos dada su introspección y carga existencialista, Las islas de los pinos resulta una lectura diferente y muy disfrutable, que ofrece una mirada singular y una voz autoral, nueva en nuestras latitudes, de lo más sugerente.