Hoy nos estrenamos con Dos Bigotes, una joven y valiente editorial —especializada en literatura LGBTI— que promete depararnos estupendas lecturas. Y lo hacemos de la mano de Sarah Orne Jewett y su La tierra de los abetos puntiagudos, un clásico norteamericano y su obra más celebrada, tristemente desconocido en nuestro país —algo habitual cuando hablamos de autoras femeninas—. Hasta ahora.

Escrito originalmente en 1896, La tierra de los abetos puntiagudos tiene un planteamiento mínimo: la llegada de una escritora a la aislada población de Dunnet Landing, Maine, en la región de Nueva Inglaterra, para pasar un verano de tranquilidad, lejos del bullicio de la ciudad, y así poder acabar su libro. Sin embargo, tras este en apariencia escaso armazón literario se esconde una obrita breve en cuanto extensión pero de una hondura y calado sorprendentes, escrito por una fascinante pluma —uno no es precisamente un defensor de la narrativa con visos poéticos o las largas descripciones, pero Jewett logra que hasta la botánica parezca atractiva—, muy por encima de la tradicionalmente denostada literatura regionalista o mal llamada ficción de “color local”. Efectivamente, la novela nos habla de unas gentes, una época y una forma de vida particulares. Pero lo que leemos son afectos, afinidades y sentimientos absolutamente universales.

A mi juicio, tres son los temas principales sobre los que Orne Jewett despliega toda su sabiduría, siempre expresada en estas páginas con una sutileza sin parangón: la amistad, el paso del tiempo, y la soledad. Nuestra abierta protagonista entablará un continuo de relaciones con las gentes del pueblo, una inmersión en la vida social de esa reducida comunidad pesquera gracias a la introducción, feliz cicerone, de su casera, la señora Almira Todd, con quien se crea una de esas amistades eternas, que a veces no necesita nada más que una mirada, un gesto con la cabeza o la mano —esa despedida, maravillosa en su perfecta concisión—. Tampoco debemos dejar de disfrutar con los capítulos, casi historias breves en sí mismas, en los que aparece la señora Blackett, o esos marineros y sus visiones de un mundo que parece pasado.

Ese es precisamente el segundo de los anclajes principales de La tierra de los abetos puntiagudos, la sensación de estar en un microcosmos en el que el tiempo se ha detenido o, lo que es muy diferente, el tiempo lo ha superado. Encontramos nostalgia, a veces salpicada de desazón, incluso amargura, en varios de los hombres que dedicaron su vida al mar —los hombres son personajes mucho más tristes y frágiles en la obra— y que ahora ven como su modus vivendi tiene los días contados, mientras las mujeres, aún cuando atesoran el paso a la vejez y la proximidad de la muerte con el lógico respeto, muestran mayor aplomo y decisión. Pero en ambos casos vemos la dignidad de unas gentes que han hecho de la vida sencilla un canto a la libertad frente a los valores materiales y fútiles. Un lector contemporáneo, acostumbrado al vertiginoso devenir de los días, a la infoxicación y a la estupidez irreflexiva por saturación tecnológica, abraza este libro como si fueran unas vacaciones por horas que lo alejan del mundanal y caótico ruido…

En tercer lugar tenemos la soledad. Muchos de los personajes que vamos conociendo en la novela viven solos. Hay relaciones truncadas por el destino, sin duda, pero sobre todo lo que encontramos es una libertad de elección y una entereza de estas gentes en la toma de sus decisiones. Vuelvo a la comparación con nuestra sociedad digital convertida en puro y banal ejercicio de constante exhibicionismo y ésta escuece. El valor de estar solos, de ser capaces de ser autosuficientes, de vivir al margen de lo que digan los demás….

“En la vida de cada uno de nosotros, pensé, hay un lugar remoto y aislado, entregado a un eterno pesar o a una felicidad secreta. Todos somos hermitaños voluntarios o cautivos en algún momento de nuestra vida, y entonces comprendemos a nuestros hermanos de celda, sin importar la época a la que pertenezcan”.

…. Y así también poder ser mejor vecino, compañero, amigo, al valorar más la interacción con la otra persona sin exigir nada a cambio.

La tierra de los abetos puntiagudos es un libro diferente, antiguo en el sentido de ponernos delante de una forma de entender el mundo y las relaciones humanas en las antípodas de nuestro día a día. En definitiva, un libro realmente hermoso.