Descubierto por un servidor gracias al buen hacer de La Navaja Suiza en el mismo año de su fallecimiento, 2017, uno no ha podido olvidar los relatos de En el corazón del corazón del país —y, muy especialmente, esa obra maestra absoluta que responde al título de «El chico de Pedersen»—. Había ganas de más William H. Gass. Algo que soluciona, de un plumazo posmodernista, esta flamante La suerte de Omensetter. Una celebrada novela con aires de clásico, «encorsetada» a una osada y compleja estructura de sorprendente pegada.
Debut literario de Gass, publicado originalmente en 1966 —no os perdáis el epílogo, donde revela que le robaron el primer borrador de la novela, reescribiéndola tan solo con ayuda de sus notas y su memoria, introduciendo un nuevo, capital personaje, y mayor complejidad—, La suerte de Omensetter nos sitúa en la última década del siglo XIX, en el pueblo ficticio de Gilean, Ohio, lugar en el que se instala Bracket Omensetter junto a su familia —su esposa encinta, dos hijas, un perro y un caballo— y su peculiar actitud e idiosincrasia. Un forastero cuyo carisma va a marcar sobremanera el devenir y las cuitas del pueblo.
Pronto Gilean se encontrará dividida entre los obnubilados por su presencia física, apacibilidad, aparente fortuna y singular sintonía con el cosmos —su carromato parece quebrar las nubes acechantes, sus curas exprés sanan milagrosamente el tétanos—, frente a los airados ante semejante magnetismo. Liderando a estos últimos se encuentra el reverendo Jethro Furber, antagonista desmedido, iracundo, lujurioso y trastornado, y la otra fuerza motora de la novela, quien aprovechará la trágica desaparición de Henry Pimber, otra alma traumatizada y casero de Omensetter —al que alquila un nada baladí hogar desvencijado, expuesto a la crecida del río— para sembrar la desconfianza del pueblo sobre él.
Pero claro, hablamos de William H. Gass, así que el párrafo anterior, que podríamos calificar como la trama del libro, es un elemento harto secundario, la excusa que el autor de Fargo, Dakota del Norte, ejecuta para crear una artefacto literario insólito, que juega al escondite con el lector, aunando la multiplicidad de voces, puntos de vista, con recursos estilísticos de toda índole —adiós acotaciones o guiones—. Y que, a la vez, le sirve para armar una enérgica reflexión sobre el odio, la envidia, la degradación físico-moral humana, la naturaleza esquiva de la fe y, en definitiva, las eternas disyuntivas entre el bien y el mal, o el sentido de la vida y la muerte… La impresionista sombra de James Joyce es alargada, aunque pareciera que en esta ocasión el irlandés se trasladó al territorio de esa insondable y bastante aterradora «América gótica».
Con estos mimbres, es evidente que La suerte de Omensetter resulta una novela difícil, que demanda atención, incluso querencia por entrar en ese particular engranaje en el que el desarrollo de la novela avanza rompiendo constantemente la linealidad, maridando delirios, vituperios y digresiones en forma de monólogos interiores, flujos de conciencias, diálogos, narración en tercera persona y un trío de voces —en las que no puedes confiar—, las de Israbestis Tott, Henry Pimber y Jethro Furber, que se reparten otros tantos capítulos, aunque la extensión y protagonismo del último no dejan lugar a dudas en cuanto a su relevancia en el libro. En ese sentido, el «trabajazo» de Ce Santiago —otro feliz descubrimiento que se está convirtiendo en habitual de la sección—, con la traducción al castellano es de aúpa, logrando hacer encajar todas las piezas de este puzzle de dificultad premium.
Expuestos los elementos y argumentos, ¿es La suerte de Omensetter una obra maestra? ¿una lectura reservada para paladares exquisitos? ¿o acaso una tomadura de pelo? Descartando inmediatamente la tercera opción por ridícula, es cierto que lo poco convencional del estilo y estructura puede resultar demasiado para algunos o, bien al contrario, un deleite literario para otros. Lo que es seguro, al menos para un servidor, es que el personaje de Furber, un Maquiavelo fuera de sus cabales, desbordante, abisal, resulta tan excesivo como inolvidable. Igual que la brutal colisión dialéctica entre éste y Omensetter, acusador y acusado, la «fe institucional» corrompida frente a la farisaica libertad de quien se guía por la ventura —el azar tampoco tiene en consideración a la ciencia—, embaucadores y fanáticos ambos. La respuesta final, por supuesto, la tiene el lector, pero si os gustan los retos literarios, William H. Gass es vuestro hombre.
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