Hace ya dos meses largos que salió publicado el Desorden de La Plata y quizás, en ese afán actual de que todo tiene que ser valorado según aparece, este texto resulte, a estas alturas, absolutamente innecesario: los que ya lo conocían no lo van a descubrir y los que buscan la novedad estarán ya en otra cosa y no van a darle una oportunidad.

Debo reconocer formar parte de estos últimos. Según salió le di dos escuchas, y excepto por “Me voy”, todo me pareció, por simplificar, monótono. Diez canciones, de las cuales conocía tres por el single previo, con estructuras similares, con un cantante que no es que me apasionase. Encima me parecía que toda esa fuerza que les había visto en directo, estaba como amortiguada. El caso es que pasé a otra cosa: mucha música por escuchar, muchos grupos y artistas por descubrir. Hay que estar a la última, ya se sabe.

Pero estaba “Me voy”. La única que bajaba un poco el pistón dentro de la uniformidad, la “diferente” a la que volvía una y otra vez, cada vez con más frecuencia. La de “no paro de pensar que ya no me divierte beber ni fumar”, esa que para mí era, con sus guitarras y ese teclado planeador, la foto finish de mi momento vital. Sí, esto me ha quedado muy intenso, pero la intensidad nunca está de más, que dirían algunas. Y más cuando uno es de esos que no tienden a emocionarse en exceso, o por lo menos a exteriorizarlo.

¿Y entonces? Quiero decir, estando el panorama actual a nivel musical orientado a las canciones y singles, a aparecer en cuantas más playlists sea posible ¿cómo vuelve uno a valorar de nuevo un disco que había catalogado, como ya he dicho antes, con dos escuchas? Pues, tirando del hilo, parándose a escuchar, a reposar lo escuchado y viendo que el trabajo a nivel global de La Plata va más allá: es un LP en tiempos de singles virales de usar y tirar. Un todo que se muestra como mucho más que la suma de sus diez temas.

Y es con la sedimentación de las escuchas, cuando uno se da cuenta que hay elementos que se repiten tanto a nivel musical como lírico. Y que Desorden es como esa iglesia donde uno entra en un día de sol cegador y, una vez la vista se acostumbra, comienza a ver los matices, creando un lienzo donde la monocromía inicial va tornándose grados de un mismo color y los detalles van mostrándose. Que toda esa urgencia en el ritmo del 90% del disco se ve acompañada por una desesperación en lo lírico, un no comprender lo que nos rodea, en un contexto donde lo que prevalece es el “tú y yo” en un mundo que no nos entiende y al que no entendemos. Que eso que tanto nos gustaba de las letras de Morrissey para The Smiths, esas que nos parecía que hablaban directamente de nosotros , treinta años después sigue ahí.