Bienvenidos a la fiesta de la Ciudad Eterna, a un Congreso de atroces reflexiones en torno a la estupidez, al enloquecedor circo de la banalidad “Chic”, vean los y preciosos ornamentos que disimulan la Infinita Tristeza.
Bailen.
La feria del esperpento y la chorrada ha organizado, como cada noche una Rave en un balcón con vistas al Anfiteatro de Roma. La única cura para la soledad que padecen los miembros de esa jauría de necios que habita la ciudad más hermosa, para esa decadente pandilla podrida.
Bailen hasta que todo se ralentice en ese guateque de memos.
Ahora veremos a través de los ojos cansados de un hombre que eligió cambiar su destino, el escritor Gep Gambardella (Toni Servillo), alguien que había nacido para ver otras cosas y quedó atorado en este pequeño zoo de pobres diablos.
Desde su torre, se convertirá en un Rey vago que se deja acompañar por esa Corte fúnebre de lentejuela y botox en las interminables noches de verano, un talento perdido que a pesar de su renuncia tiene el don de ser un observador de la Belleza, de captar lo hermoso en esta fiesta de maniquíes de silicona.
El desmesurado Paolo Sorrentino, nos invita a la más hermosa visita guiada de Roma jamás filmada, a ver una película excesiva que conduce al arrebato. Una película que te amordaza visualmente en un delirio hipnótico de ritmo pausado. Una película construida a modo de caleidoscopio.
Sorrentino a través de los ojos de Gep, disecciona a esa jet set de palangana que ensucia Italia mostrando las vergüenzas de una sociedad enferma.
Por fin el director napolitano se autoproclama Emperador de Roma, algo que ya se intuía desde “Las Consecuencias del Amor”, y toma el relevo a los sagrados Minelli y Fellini, firmando su obra maestra, la que seguramente se estudiará en las Escuelas de Cine del futuro.
La película arranca como un poema, con un torbellino de planos extenuantes en movimiento, un ejercicio ya de puro estilo propio, una auténtica “Sorrentinada” que se levanta como una obra de ingeniería visual que roza la perfección.
Utiliza la cámara como un cincel, esculpiendo en el tiempo una película inmortal, consigue tallar en el celuloide imágenes de abrumadora belleza en una imperecedera reflexión sobre lo eterno.
Creo que la mejor manera de resumirlo es como dijo alguien muy sabio (y a la vez descaradamente hermosa): “La Grande Belleza” es el punto de intersección entre “La Dolce Vita” y “Holy Motors”. Así que, bailen, que la fiesta ha comenzado…
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