Nuestra primera reseña de La Fuga, joven editorial barcelonesa con especial predilección por el humor dentro de la ficción literaria de calidad —estupenda y prometedora idea, enhorabuena— nos lleva a la ciudad por antonomasia, Nueva York en los años veinte, la era del jazz y también de la Ley Seca. Pero olvidaros del glamour bohemio y etílico, las flappers o los escritores de éxito. En La gran ciudad, y de la mano de uno de sus mejores cronistas, Ring Lardner, lo que nos encontramos es el mordaz y aparentemente ligero reverso de una época que se nos revela como hueca y superficial. Vive la vida a toda prisa… y deja un bonito cadáver.
Lardner, primero como periodista deportivo, y luego como celebrado escritor de relatos, fue un autor de gran éxito en dicha época. Íntimo amigo de Francis Scott Fitzgerald —el personaje de Abe North en la sublime Suave es la noche se inspira en él— su obra literaria, satírica, liviana y directa, que algunos han confundido tristemente con menor —y por tanto en intrascendente, como suele pasar con el humor, que se tiende a ningunear cuando hablamos de literatura— le convierte por derecho propio en un testigo privilegiado, y en cierto modo ejemplo —como Fitzgerald, su vida quedó truncada muy joven— de “un tiempo, un país”.
La gran ciudad nos muestra a los Finch, Tom y Ella, un matrimonio de provincias, trasladándose a Nueva York junto a Kate, hermana pequeña de Ella, con una misión: encontrar un marido, el mejor partido posible, por supuesto, para la joven. Para lograrlo deben vivir como marca la alocada época. Lejos de su mundo sin clase y anticuado de South Bend. Dando imagen de nuevos ricos, sin reparar en gastos. ¿No es eso la felicidad? ¿Dónde sino en la gran manzana van a poder encontrarla? La respuesta está tan clara en la mente de las hermanas que no dudan en hacer uso de la herencia familiar para disponer de los recursos económicos necesarios para aparentar ser parte de la “alta sociedad”.
Lardner nos narra las peripecias de la familia a través de Tom, un comentarista de lengua bífida, siempre con la respuesta socarrona o directamente vitriólica presta a ser disparada. Claro trasunto del propio autor, las puyas y arponazos verbales se cuentan por centenares en la breve novela, otorgándole una pátina socarrona a lo que en realidad es una crítica social feroz. Hoteles de lujo, espectáculos selectos, banquetes y fiestas con la crème de la crème, personajes de la más alta alcurnia, grandes y maravillosas aventuras, en definitiva…. que rápidamente se transforman en aburridas e interminables jornadas, sólo pasables con una proporcional ingesta de alcohol, timos y estafas de toda índole y personas, como los diversos pretendientes de Kate, que huelen tanto o más a postizo que nuestros millonarios de pega.
Y es que a través de los aspirantes a desposar a Kate, Lardner también está lanzando dardos tamaño Hindenburg a estamentos sociales, tanto rancios como “nuevos”. Un anciano millonario, una aburrida aristócrata que se pasa el día con sus perros y sus cartas capaz de tragarse la trola de la blanditis, un corredor de bolsa, un cómico con más ínfulas y menos futuro que el PP en Catalunya… Y un buen puñado de arribistas, especuladores, ventajistas o chanchulleros profesionales. Todos jugando la misma partida, la del reconocimiento y las aspiraciones sociales, tan volátil y, en boca de Tom, tan ridícula. En La gran ciudad el sueño americano hace reír y tiene una cara amable, fácilmente digerible. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que la obra, a pesar de ser casi centenaria —originalmente publicada en 1920— resulta plenamente vigente hoy en día, en casi cualquier lugar del “planeta rico”. Es fácil imaginarse a la Kate de hoy como una hipster-pija de manual: adicta al selfie, a enseñarnos las fotos de sus despiporrantes fiestas cada dichoso fin de semana; presente en cada festival o evento indispensable; evidentemente siempre a la moda. Entonces la sonrisa se nos puede helar. Ya os lo decía, jamás se debe confundir el humor con la intrascendencia. Gracias, señor Lardner.
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