El libro que traigo hoy a Indienauta, La fábrica de canciones, recién publicado por Reservoir Books, es una obra importante. Muy importante. Por varios y poderosos motivos. En primer lugar, a bote pronto, porque la investigación de su autor, el periodista del New Yorker John Seabrook, se centra en un terreno apenas explorado por los libros de música: el pop comercial y más mainstream de las últimas dos décadas, llegando —casi literalmente— hasta ayer. Pero eso es tan solo la superficie, apenas la estrofa inicial.

Porque claro, para alguien que considera el auto-tune un crimen contra la humanidad, que es incapaz de distinguir entre canciones de Taylor Swift, o que está convencido que cada vez que Katy Perry ¿canta? «mueren miles de gatitos» —el estribillo de Firework es la venida del Apocalipsis para un servidor— que un libro se ocupe del pop de las listas de éxitos, de los megahits, más bien sería razón para salir huyendo inmediatamente. Afortunadamente, el enfoque de Seabrook es muy distinto, adentrándose en las entrañas de la «sala de máquinas» donde se fabrican, casi en modo «industrial», las canciones. Centrándose no tanto en las rutilantes estrellas que las interpretan, sino en sus verdaderos «hacedores», los productores. Anónimos. En la sombra. Y, sin embargo, absolutamente vitales para la industria discográfica.

La fábrica de canciones arranca en la preciosa Estocolmo a comienzos de los años noventa con Ace of Base y aquella abominación de inglés inexplicable titulada All that she wants —si tienes treinta o más te acuerdas perfectamente, no lo niegues—, en realidad pergeñada por el desconocido productor Denniz Pop con la inestimable ayuda de Max Martin… ¿Un pelotazo inesperado? No exactamente. Más bien el pistoletazo de salida al dominio mundial del estudio Cheiron en el universo pop y, sobre todo, la «imposición» de una forma de entender el género consistente en: estribillo, quintales de azúcar, estribillo, toneladas de hooks —los ganchos—, estribillo, letras para gente que aún está acabando el parvulario, empaquetar la canción con una boys/girls band —que bailen, huelga decir— o chica mona, repetir hasta el infinito. Hasta la saciedad. Una implacable y, en opinión de uno, terriblemente deprimente cadena de montaje. Ya puedo decir que por fin le encontré algo malo a mi idolatrada Suecia…

Aunque los escandinavos no fueron los primeros. Ni mucho menos. La historia de la música está repleta de productores estrella y «factorías musicales» que Seabrook, metiendo el «dedo en la llaga» se apresta a señalar. Ahí están los archiconocidos casos de Tin Pan Alley y el Brill Building, Motown, o Stock Aitken y Waterman, siempre en busca de la fórmula pop perfecta, infalible, para poder explotarla a discreción. Y aunque ese viaje al pasado para confrontarlo al presente duele, ya que ilustra a la perfección que no todo era «tan blanco antes ni tan negro ahora», las diferencias existen… y aterran. El advenimiento de las descargas y el MP3 amenazan de muerte —sino lo han matado ya— a la idea del disco como conjunto/experiencia artística completa, haciendo que la única obsesión de las grandes discográficas sea lograr el siguiente hit, entendido como algo que puede diseñarse por completo y administrarse, cual droga, directa al cerebro. Cada vez más simple —letras ¿para qué?, estrofas ¿quién las quiere cuando restan tiempo para incrustar más estribillos?—, masticable, digerible —otro día hablamos de cómo el hip hop, supuestamente la única música genuina y transgresora creada en los últimos tiempos, está completamente al servicio de la fábrica pop—. Producible en serie. La «McDonalización» de la música a golpe de ProTools.

Seabrook, a diferencia de un servidor, no intenta posicionarse —acaso algún apunte socarrón, siempre contenido— ni, aún menos, sonar apocalíptico. Pero, a cambio, no se deja nada en el tintero, cerciorándose de que el lector disponga de toda la información y, gracias a ello, pueda sacar sus propias conclusiones. Así, al desviar nuestra mirada hacia personajes como Clive Davis, Denniz Pop —pese a que falleció jovencísimo— y especialmente, su aprendiz Max Martin, quien tomaría el relevo convirtiéndose en el incomparable «rey midas» del pop —sin corona, ni falta que le hace— de estos últimos veinte años, lo que nos está diciendo es que las cartas están absolutamente marcadas. La fábrica de canciones demuestra que hay un patrón, una evidente línea a seguir a rajatabla que va de Backstreet Boys a ‘NSYNC, de Britney a American Idol, de Disney —otros criminales— a Justin Timberlake y Rihanna, o de Katy Perry a Taylor Swift. Y también a más demandas por plagio que nunca…

Igualmente, cuando disecciona la vida en el estudio nos enseña, desde dentro, como los productores de la era digital lo controlan absolutamente todo, desmenuzando la canción en una multitud de piezas independientes en las que un pequeño ejército de anónimos melodistas, compositores, letristas, especialistas en ritmos, ingenieros de sonido, etc, trabajan denodadamente hasta que consiguen ensamblar el puzle. Olvidaos de cualquier idea romántica de la creación artística. Esto son casi matemáticas. De hecho, olvidaos también de que vuestras carismáticas —eso también puede construirse— Rihannas, Mileys y Beyoncés aportan mucho más al producto final que sus palmitos… Y cuando la mano férrea de quien manda en los despachos o la mesa de grabación se pone en cuestión, las consecuencias suelen ser terribles. Ahí está el lamentable caso de Dr Luke con Ke$ha, el robo sistemático de Lou Perlman a sus boys bands, la descomposición emocional de la megaestrella Britney o el enfrentamiento abierto de Kelly Clarkson con su productor. Sexismo. Jóvenes demasiado sedient@s de un éxito tan meteórico como fugaz y adictivo. Y unos tipos con demasiado poder y demasiado dinero en juego. Aunque claro, luego Seabrook te planta delante el capítulo sobre el K-pop y lo anterior se queda en una broma. Terrorífico, dictatorial, es poco…  

Y, finalmente, cuando el autor se detiene a hablar de Napster, Spotify o Apple Music está contraponiendo el signo de los tiempos a una industria que se agarra al hit desesperadamente,  debido más que a la búsqueda del riesgo cero, a un mentalidad cerril y aún codiciosa, pese a que la herida de los tiempos y la tecnología sigue plenamente abierta, lacerante e incurable. Y de este modo, sumando todos los frentes abiertos, La fábrica de canciones nos está hablando de la convulsa, efímera, volátil, hipermediatizada cultura pop de nuestros días, trastocada irreversiblemente por los cambios drásticos, verdaderas sacudidas tectónicas, sufridos en los últimos años. Y por ende, de una parte de nuestra historia reciente, suministrándonos una ingente cantidad de información al mismo tiempo que nos hace plantearnos no pocas preguntas acerca de nuestra relación con la música. Y con nuestro tiempo. En conclusión, lectura absolutamente imprescindible.