Con la llegada de la primavera, Libros Cúpula nos trae la biografía de una leyenda que alteró la sangre de millones de personas con su «rhythm and blues acelerado» y carnalmente incendiario. Porque La extraordinaria vida de Little Richard, del afamado cronista de la cultura pop Mark Ribowsky, reivindica a la vez que nos sitúa frente a la figura de un auténtico pionero del rock, cuyo legado es inmenso… Tanto como convulsa es su historia, entre los excesos y la devoción religiosa.
Nacido en Nueva York en 1951, Mark Ribowsky es un periodista de largo recorrido, con notables artículos para Playboy, Penthouse o Sport, además de múltiples apariciones en televisión, documentales, radio e Internet. Pero, sobre todo, una vastísima obra —más de una treintena de libros— como biógrafo de iconos musicales y/o deportivos. Entre las primeras, destacan títulos dedicados a Phil Spector, The Supremes, The Temptations, Stevie Wonder, Otis Redding —finalista del Premio Marfield—, James Taylor, Hank Williams, o esta La extraordinaria vida de Little Richard que nos ocupa, publicada originalmente en 2020.
Little Richard se autoproclamó, con toda la pompa y boato —entre otros apodos como «el Arquitecto», «el Origen» o el sofisticadísimo «el Cuásar»— como «el Rey y reina del rock ‘n’ roll». Sin embargo, sus orígenes fueron muy humildes. Nacido en Macon, Georgia, en 1932, Richard Wayne Penniman fue un crío revoltoso, bromista y mal estudiante, tercero de una familia de 12 hermanos. Pronto sus peculiares formas y andares le condenaron a situaciones que ahora calificaríamos bullying de manual —incluido el de su padre—. No obstante, al mismo tiempo el góspel y la música de iglesia le llevó a ser relativamente conocido en la región. El joven Richard iba para predicador… Pero la música ganó, al menos, la primera batalla.
Si bien la prosa de Ribowsky es poco más que cumplidora, su aproximación a la figura de Little Richard en sus inicios es muy completa. Entre finales de los 40 y el comienzo de los 50, éste se embarcó en varios combos y giras por todo Georgia, grabando por primera vez en Atlanta en 1951 con un éxito mínimo. Ni ese revés ni el asesinato de su padre poco después —obligándole a buscar un trabajo estable para apoyar a la familia— pudieron frenar el «descubrimiento» de su talento, siendo contratado por el promotor Clint Brantley y, boca a boca mediante, fichar por Specialty Records en 1955. Y, tras algún que otro titubeo, también «Tutti Frutti». Nacía el mito… y la polémica.
Su extravagancia y desenfreno —también en las letras— en el escenario junto a The Upsetters. Su arrollador, visceral estilo al piano salpicado de gritos y piruetas vocales. Little Richard rompió moldes, abrió camino para generaciones de músicos y se convirtió en la rutilante estrella a imitar, además de una mina de oro —con el consiguiente séquito de crecientes parásitos, chupópteros y fisco tras él—… Hasta que, en realidad, apenas un par de años después y epifanía mediante, la religión recuperó su preeminencia. Era el turno del reverendo Richard, en las antípodas de las pecaminosas canciones que lo auparon a la cima.
Por supuesto, no podía durar —tan poco como su falaz matrimonio— y, de la misma forma que desapareció a finales de los 50, avanzada la siguiente década Little Richard tuvo un segundo «advenimiento» musical en unos años vertiginosos, donde el relato ofrecido por el libro alcanza su máximo interés gracias a los tremendos vaivenes vividos. Por un lado, discos fallidos y penosos timos contractuales. El conflicto entre su sexualidad, su vida más que disoluta y su fe. O el racismo al que tuvo que enfrentarse, incluido el de DJs y medios. Del otro, exitosas giras europeas, festivales apoteósicos. Compañeros de viaje del calibre de Jimi Hendrix, Sam Cooke, Stones o Beatles. Y el reconocimiento de público y crítica, además de sus iguales.
En cambio, creo que Ribowsky acelera el paso en demasía a partir de los 70. Las drogas, hasta entonces apenas vislumbradas, se manifiestan en toda su gravedad, arrastrando a Little Richard a una espiral de autodestrucción y progresivo olvido —pese a las apariciones televisivas o en el cine—. La ruina, la enfermedad, y la muerte acechan. Una última revelación, tras el deceso de su hermano Tony, le convenció de la necesidad de volver a cambiar de vida. Lo logró, pudiendo disfrutar de una madurez y vejez más sosegadas… que no inactivas, ya que Richard siguió actuando y cosechando méritos —Salón de la Fama del Rock’n’Roll, Grammy a la carrera—, hasta que los achaques lo impidieron, falleciendo en 2020.
Esa sensación de ventilarse cuarenta años de historia en otras tantas páginas pesa en la valoración final de esta biografía, breve para lo que estila el género. Y es que da la impresión que el autor tenía material —incidir más en su influencia, subrayar sus contradicciones, ahora defensor de causas sociales y derechos civiles, luego saliendo de tono con tristes proclamas anti-gay— para haber redondeado la obra. Pese a ello, la trayectoria de Little Richard resulta demasiado apasionante y el libro es realmente solvente —valga el cumplido para la traducción de Carmen Ternero— en el reflejo de un artista único… Y una vida sin duda extraordinaria.
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