Mi querida editorial Automática regresa con una de sus especialidades: la sátira. Un género que, en buenas manos, dispara con bala bajo el falsamente ligero manto del humor. Algo que en el caso de esta La caja negra. Los perros vuelan bajo del búlgaro Alek Popov, se traduce en una disparatada historia que alberga una sanísima dosis de mala uva acerca del capitalismo, los vestigios del comunismo y los tipos de persona que modelan ambos, los conceptos de éxito y fracaso —a cuenta de los expatriados— y los complejos lazos familiares.  

Nacido en Sofía en 1966, Alek Popov es escritor, columnista y guionista. Desde 2012 forma parte de la Academia de Ciencias de Bulgaria en el campo de las artes. También es miembro de la junta del Centro PEN Bulgaria y parte del equipo editorial de la edición búlgara de la revista Granta. Su bibliografía abarca novelas, colecciones de relatos y ensayos, por la que ha recibido todo tipo de reconocimientos en el ámbito nacional —entre otros, los premios Helikon, Chudomir, Ivan Radoev, Elías Canetti o The Reading Man—. Entre las más célebres destacan Mission London —todo un fenómeno literario, traducido a múltiples idiomas y llevado al cine con gran éxito—, Las hermanas Palaveevi y La caja negra.

Publicada originalmente en 2007, La caja negra se abre en 1990, con ese funesto objeto venido desde Estados Unidos a Sofía en el que se hallan las cenizas del catedrático Banov, padre de nuestros protagonistas Ned y Ango. Los sucesos en los que se produjo su deceso —ilustre matemático, se encontraba en Filadelfia como profesor visitante— son harto confusos y, por lo que Popov cuenta, autobiográficos. Pero ese es solo uno de los argumentos de la novela, que rápidamente nos sitúa quince años después en una Nueva York upper class en la que Ned se desenvuelve desde su atalaya de «BTE» —Búlgaro que Triunfa en el Extranjero— gracias a su labor en los mercados financieros. Esa Gran Manzana es el lugar en el que aterriza Ango, un «GFAB» —Gilipollas Fracasado Atrapado en Bulgaria— tras ver como su editorial se hundió.  

La reunión de los hermanos es una colisión de mundos en apariencia opuestos. El Wall Street de Ned versus pasear perros, el primer trabajo que Ango es capaz de obtener. No obstante, el devenir de los acontecimientos pronto dinamita esos parámetros, convirtiendo un curro de mierda en una aventura con todos los ingredientes —peligro, política, romance—, mientras que el triunfador se ve obligado —degradado, tras un «traspiés»— a regresar a Bulgaria en una tarea de lo más extraña. Para entonces, La caja negra es ya una lectura de enganche incuestionable, exacerbada gracias al dinamismo narrativo generado por la intercalación de capítulos para cada hermano y una prosa desacomplejada, franca, traducida impecablemente al castellano por Viktoria Leftérova y Enrique Maldonado.  

Entramos entonces en el meollo de La caja negra. Un caleidoscopio de tramas simplemente apasionante. El absurdo de los hermanos Coen —cuando eran graciosos— en ese dislate cánido-conspiranoico —ojo como Miguel Bosé lea el libro— que adquiere tintes de thriller hilarante… y bizarro, muy bizarro. La revisitación imposible de El corazón de las tinieblas, reemplazando el Congo por Bulgaria, con semidiós Kurtz incluido, aquí en versión capataz de fábrica rebelde, de enviado corporativo desde la metrópoli a colectivista mesiánico. La visión del emigrante desapegado, tanto del nuevo mundo donde no encaja —ni hace demasiado por ello— como de su tierra natal, que de hecho parece repudiar. Y las pinceladas, ahora sutiles, otras macabras, con frecuencia sardónicas, sobre los pies de barro del neoliberalismo salvaje occidental —Kurt Vonnegut estaría orgulloso—. Pero también del «fenotipo balcánico», pre y post comunista. 

Porque, ciertamente, ni la intelligentsia empresarial ni la académica de Occidente salen bien paradas en La caja negra. Sin embargo, en mi opinión, la fuerza motriz —conjura de los canes aparte— de la novela reside en su fascinante retrato de las élites político-económicas del país más antiguo de Europa. Esa conversación con un alto cargo en el avión destino a Sofía. La fiesta de disfraces, tan repleta de personajes estrambóticos como de corruptelas. Y la sensación carnavalesca, de charlotada decadente, que sabotea constantemente la autoridad y la apostura aunando cinismo e individualismo a «lo zíngaro». Los neoliberales tiempos modernos son tan absurdos, al Este y al Oeste del «planeta dólar», que solo nos queda abrazar esa vorágine, nos dice la mirada corrosiva de Alek Popov

Quizás esa apuesta anarcoide, caótica, desemboca en un final atolondrado, donde Popov toma decisiones a mi juicio algo abruptas —el asunto del padre se torna en mero recurso—, ligando los cabos sueltos para desembocar en un final sorprendentemente feliz —retorcido, vale, pero feliz— que no acaba de casar con la estimulante acidez previa. En cualquier caso, resulta refrescante toparse con una obra tan mordaz e incisiva, que utiliza la irreverencia como munición por la que introducir una visión audaz y políticamente incorrecta sobre los contradictorios anhelos y comportamientos humanos. La caja negra es un alocado divertimento en la superficie que alberga no poca enjundia en su interior. Porque si te ríes, pierdes el miedo.