Hay libros y autores a los que hace una ilusión especial releer y «traer» a esta sección. Es el caso de Donald Ray Pollock y la que, de momento, es su obra cumbre, la colección de relatos Knockemstiff, que Random House acaba de recuperar —junto con El banquete celestial, que también desfilará pronto por estos lares—. Así que haced acopio de todo vuestro aplomo e ingentes cantidades de bicarbonato. Nos vamos de vuelta a la «cloaca»

Bienvenidos a Knockemstiff, Ohio —lugar de nacimiento del propio Pollock, a quien dudo mucho que el pueblo vaya a nombrar «hijo predilecto». Bienvenidos a la versión rural de «ninguna parte», un agujero negro que engulle a todos los que sobreviven no me atrevo a decir viven y, por supuesto, del que nadie puede escapar. Bienvenidos a un desfile de monstruos terriblemente humanos, uno que te va a desconcertar, aturdir y horripilar al mismo tiempo que te atrapará sin remisión en su lectura. Porque cada tragedia, escena brutal, desesperación, cada palabra, suena a verdad. Quizás hubo sueños, pero la miseria y la desolación fácilmente los corrompió. Porque aquí no hay redención ni misericordia posibles.

Los relatos, cortos, quirúrgicos, demoledores, de Donald Ray Pollock tienen una estructura que se asemeja a Winesburg, Ohio, la legendaria obra cumbre de Sherwood Anderson, donde historias y personajes están, a veces remotamente, a veces directamente relacionados, y donde los personajes pueden ser el centro del cuento, para en la siguiente historia pasar a convertirse en un actor secundario. De este modo, cuando se llega al final del libro, el lector tiene la sensación de haber leído, sobre todo, una novela acerca de un lugar y un tiempo, ahora con Trump en el poder y la extrema derecha campando a sus anchas en media Europa, mucho más cercano de lo que parecía posible imaginarque puede ser lo más parecido al infierno en la Tierra. Que encima el sitio realmente exista, además de aterrarnos aún más, podría situar la obra en el terreno autobiográfico, pero Pollock logra trascenderlo de un plumazo. Knockemstiff podría estar en cualquier lugar. Pienso en los espeluznantes e imprescindibles libros de Harry Crews o Larry Brown. O en el estupendo Glanbeigh del joven irlandés Colin Barrett. O en nuestra literatura «quinqui». Pero también puede encontrarse en ciudades en descomposición, degradadas, como el Glasgow del mejor Irvine Welsh, el Brooklyn yonqui y miserable de Hubert Selby Jr., el Flint, Michigan, de Ben Hamper y su inhumana cadena de montaje, el Chicago de Nelson Algren, el decrépito París de Boris Vian, o el Gijón de Pablo Rivero. Hay muchos Knockemstiff por ahí…

Los Sex Pistols escupieron su «No future no future for you no future for me» en «God Save the Queen», retratando la sardónica diatriba de una juventud abocada al nihilismo. Pero en Knockemstiff la situación es, si cabe, aún más deprimente. Aquí no hay futuro, porque no hay esperanza alguna en el presente… ni intención de hacerlo saltar por los aires. Sus habitantes son lo que denomina —y criminaliza— como white trash, pura «basura blanca» destinada a una vida de alcohol, drogas, sexo miserable, trabajos nauseabundos. Marcados por el peso, atávico, de sus familias, malas decisiones y errores monumentales. Golpeados por sus adicciones, incapacidades para conducir sus vidas y, por supuesto, el lugar que los rodea, que los maldice y condena. Pollock, maestro de la sentencia demoledora, apenas necesita dos frases para advertir y situar definitivamente al lector. «Mi padre me enseñó a hacer daño a la gente una noche de agosto en el autocine Torch cuando yo tenía siete años. Era lo único que se le dio bien alguna vez». Si estuviéramos hablando de boxeo, el k.o. sería absoluto, inapelable.

Como decía al principio, los que tengáis el estómago sensible podréis sufrir con la retahíla de horribles y violentas situaciones y los personajes que pululan por Knockemstiff. Os aconsejo perseverar y que intentéis ver más allá de la brutal y repugnante superficie. Las historias lo merecen. Pollock consigue evitar el sentimentalismo y las afectaciones, así como las innecesarias repeticiones. De hecho, entre tanto hecho grotesco, el autor se permite filtrar varias pinceladas de humor esperpéntico, por supuesto, más negro que el vantablack. Recuerdo haber leído en una reseña que el libro es, por suerte, amoral. Estoy completamente de acuerdo, y creo que ese es uno de los factores principales que hacen que su ficción sea tan absorbente. Aquí no hallaréis aleccionamientos o moralejas ejemplarizantes, solo la cruda y cruel realidad. Directa, sin contemplaciones. Y gracias a ello, también hay sentimientos creíbles y desolación, frustración y vergüenza en los personajes condenados que hiere al lector. Como Raymond Carver diría, Sin heroísmos, por favor. Incluso si la verdad duele. Incluso si duele tanto que te pueda convertir en un monstruo. No digo más. Hay que leerlo. Solo un último apunte. Dejad el fastuoso prólogo del gran Kiko Amat para cuando acabéis el libro. Y así os podréis regodear un poco más en este «gran festival» del horror humano llamado Knockemstiff.