King Gizzard & The Lizard Wizard no son la típica banda y no lo son en ningún sentido. Su música es difícil de definir (en ella cabrían desde garaje a boogie, pasando por rock progresivo, psicodelia, electrónica o trash metal), han sacado quince discos de lo más dispar en apenas siete años (cinco de ellos en 2017, ¡casi nada!) y su directo es tan apabullante como impredecible (sus setlists se parecen entre ellos como un huevo a una castaña). De ahí que el público que abarrotaba la sala Razzmatazz el pasado viernes fuese de lo más variopinto: jóvenes millennials engrosando la zona pogo, roqueros canosos, algún que otro pijo con camisa blanca recién planchada,… Estos siete australianos son capaces tanto de casar distintos estilos musicales con verdadera maestría como de meter en una misma sala a personas que seguramente no vayan a coincidir en ningún otro lugar.
Barcelona conoció por primera vez su directo en la edición del Primavera Sound de hace dos años. Desde entonces, no solo han publicado seis trabajos más, sino que han girado alrededor del mundo coleccionando sold outs, algunos tan épicos como el del pasado 5 de octubre en el londinense Alexandra Palace, un recinto histórico con capacidad para más de 10.000 personas.
Si el repertorio de los demás conciertos de esta gira mundial ha tenido algún punto en común, éste ha sido el tema de apertura, ‘Self-Immolate’. Pues bien, sorpresa, ¡no sonó ‘Self-Immolate’! Stu Mackenzie y los suyos hicieron gala de su capacidad de quedarse con el personal y entraron al escenario pisando fuerte, engranando ‘Venusian 2’, ‘Mars For The Rich’ y ‘Planet B’, tres bombas de corte trash metal —cómo no, de su último disco, “Infest The Rat’s Nest”— que hicieron subir la temperatura de una sala llena hasta los topes y con todas las entradas vendidas desde hacía semanas. Las primeras filas se alzaron en un pogo que fue casi permanente durante los noventa minutos que duró el concierto.
Con el ambiente ya caldeado, los australianos dieron paso a la pegadiza ‘Crumbling Castle’ y otros tres temas más de “Polygondwanaland”, el cuarto de los cinco discos publicados en 2017, una vuelta de tuerca efectuada con destreza que, lejos de aplacar los ánimos, mantuvo al público entregado mientras recuperaba fuerzas. Una maniobra perfecta a sabiendas de lo que todavía estaba por llegar.

Llegados a este punto, los de Melbourne ya habían harto demostrado que su indómito directo no tiene límites y que no hay quien les gane a la hora de llevar a escena sus distintos universos. Durante la segunda mitad del concierto, pudimos catar un par de temas de “Fishing For Fishies” (‘Plastic Boogie’ y ‘This Thing’) y “Nonagon Infinity” (brutales las guitarras de ‘Robot Stop’ y su tonada My body’s overworked / It’s just the same I know / When can my body work / Cold static overload?).
Impredecibles en todo, King Gizzard & The Lizard Wizard decidieron despedirse con media hora de absoluta locura y se hicieron acompañar de miembros de las dos bandas teloneras, Stonefield y ORB. ‘Am I In Heaven’ derivó en una especie de jam demencial en la que se dejaron oír ‘Rattlesnake’, ‘Cellophane’ y algunos temas que ya habían sonado anteriormente. Stu McKenzie y Ambrose Kenny-Smith se lanzaron al público en sendos episodios de crowdsurfing, pero fue el batería Michael Cavanagh quien logró el oro en esta categoría. Fue un final delirante y desenfrenado que no vino más que a demostrar que McKenzie, Ambrose, Craig, Walker, Skinner, Cavanagh y Moore son mucho más que siete chavales carismáticos llenos de energía. Los australianos son capaces de hacer lo que les dé la gana llevándose por delante convencionalismos, formatos y clichés de cualquier tipo.
Bañada en sudor (mayormente ajeno, socorro), con las pulsaciones a mil y las piernas temblando, abandoné la sala convencida de haber presenciado uno de los conciertos del año. Enormes.
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