Esta reseña me hace especial ilusión. El motivo es doble, ambos largamente esperados. Uno es por poder contar con Navona —primera vez, alegrón—en esta sección. Y el otro se debe a que el estreno de la ilustre editorial barcelonesa es insuperable, nada menos que con Johnny empuñó su fusil de Dalton Trumbo —por fin tacho al estadounidense y su novela de mi «lista de pendientes»—. Esperad mayestáticos y superlativos por doquier. Estamos ante una obra maestra. Un clásico antibelicista que hoy, cuando el antifascismo vuelve a perseguirse y se abusa del lenguaje bélico con una facilidad bochornosa, adquiere nueva vigencia.
Publicada originalmente en 1939, a punto de iniciarse la Segunda Guerra Mundial —de extremo interés, contexto y manifiesto a cargo del propio autor, resultan tanto la introducción como el apéndice inicial—, Johnny empuñó su fusil es la novela más icónica de Dalton Trumbo (1905-1976), un nombre que debería resultar familiar al lector y/o cinéfilo de bien. Y es que, además de este libro, el de Montrose, Colorado, destacó como periodista, guionista y director de cine. Miembro del Sindicato de Guionistas, varios comités antifascistas y el Partido Comunista, Trumbo fue uno de «los Diez de Hollywood» que, en 1947, se negaron a testificar ante el Comité de Actividades Antiamericanas, lo que provocó su encarcelamiento, «destierro» de los principales estudios y ulterior exilio a México.
Pese a su proscripción, Trumbo fue capaz de firmar —bajo seudónimo— oscarizados guiones como los de Vacaciones en Roma (1954) y El Bravo (1956). Cuatro años después, amparado por Otto Preminger y Kirk Douglas, regresaría a la industria por la puerta grande gracias a los guiones de Éxodo y la inolvidable Espartaco, marcando el fin de las listas negras. Cinco años antes de fallecer, en 1971, adaptó su propia obra magna a la gran pantalla, convirtiendo la terrible odisea del joven soldado estadounidense Joe Bonham también en un clásico incontestable del séptimo arte.
Aunque hoy es casi imposible enfrentarse a Johnny empuñó su fusil «virgen» —el conocido argumento, se ha visto la película, etc—, una de las virtudes más importantes del libro es su extraordinaria e inmediata capacidad de atrapar al lector. En cuanto Bonham despierta de su primera remembranza familiar y comienza a darse cuenta de su extrema situación, postrado a la cama de un hospital a causa del impacto de un obús tras una escaramuza nada glamurosa en la Primera Guerra Mundial, la novela se devora entre el pavor, la indignación y la vulnerabilidad de quien se ve desbordado por la empatía más humana frente a la desgracia.
Transformado en un muñón pensante, sin extremidades, rostro o sentidos más allá del tacto. Sordo, mudo, ciego. Incapaz de moverse, apenas cabecear y sacudir su mórbido tronco —sin embargo, clave en el desarrollo de la obra—, Joe es prisionero de su propio cuerpo arrasado. Y su relato te descoloca de inicio. Ello es debido a su narración, poderosa y singular. Una voz que transita entre la primera y la tercera persona, entre la realidad, el recuerdo —su vida antes del desastre, su novia o primer amor, su familia, atentos al inmenso, desarmante, capítulo nueve— y el delirio, un torrente de la conciencia que engulle las comas y que la traducción de José Luis Piquero sostiene con solidez.
Arrastrado por esa mente a pleno rendimiento y sufrimiento, Johnny empuñó su fusil avanza imparable en una primera parte titulada, sin ambages, «Los muertos», entre la novela de terror más acongojante y la literatura de denuncia más furibunda. A través de la agonía de Bonham, Trumbo arma un airado discurso —¿no oís «Masters of war» de Dylan y «I ain’t marching anymore» de Phil Ochs?— directo a la yugular de la institución de la guerra: desmontando su ridícula honorabilidad y repulsivamente machirula mística. El capítulo diez entero podría extraerse no sólo como cita antibélica, sino política —es la clase obrera, los «Juan Nadie» de este mundo, quienes luchan y caen muy lejos de casa—. Y todo ello mientras te angustia y aterra de una forma difícilmente comparable a cualquier lectura a la que servidor se haya enfrentado. Porque expone magistralmente algo aún peor que la muerte: estar muerto y no poder morir.
Johnny empuñó su fusil parece entonces indefectiblemente encaminada a resolver ese penoso, interminable trago, de la única manera posible. No obstante, la imposibilidad de suicidarse o que le apliquen una eutanasia a todas luces compasiva —de eso se trata, el postrero derecho a decidir—, depara un giro inesperado. Ese cambio de dirección tiene lugar en «Los vivos», segunda parte que, sin perder su ritmo o estructura anterior, gravita hacia el tema de la posibilidad, luego realidad, de la comunicación. Es un milagro nivel Ana Sullivan, imposible que no te remueva algo ahí dentro —esa «Feliz Navidad» te quiebra—. Pero eso no es todo.
Porque, a mi juicio, el verdadero impacto lo produce la petición de Joe Bonham una vez logra hacerse entender. Convertirse en ejemplo y advertencia, física y grotesca, de los horrores de la guerra. A bote pronto, leído desde nuestra atalaya de cinismo actual, esa petición puede sonar grandilocuente, absolutamente fútil, totalmente —lo sabemos— imposible. Pero en manos de Dalton Trumbo se torna en sobrecogedor y aceradamente comprometido canto a la vida. La última carta de un bisoño ser humano, embaucado como tantos otros por la idealista rimbombancia patriótica y la falsa nobleza tras las banderas, condenado sin motivo alguno a una existencia miserable… que aún no está dispuesto a rendirse. Que aún se resiste a dejar de considerarse humano.
Pocas lecturas más emocionantes y obligatorias se me ocurren en estos siete años de sección. Mientras persistan las malditas guerras y los canallas que las hacen —parafraseando al sabio cordobés—, Johnny empuñó su fusil será necesaria. Así que, mucho me temo, este libro será eterno.
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