Uno nunca abandona Nueva York. Tras el fantástico Nos vemos en el baño de Lizzy Goodman, sobre el llamado renacimiento del rock alternativo en la primera década del nuevo milenio, hoy seguimos en la gran ciudad, ahora en la transición de los ochenta a los noventa, y a ritmo de rap y hip hop —algo de metal, también—. Porque hoy nos adentramos en Jewish Gangsta, del escritor y periodista parisino Karim Madani que, de la mano de Alpha Decay, nos invita a visitar las «malas calles» de Queens, el Bronx o Brooklyn, lejos, muy lejos, del glamur de la «Gran Manzana».   

Periodismo narrativo de ritmo trepidante —impecable la traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona—, Jewish Gangsta se erige a partir de tres historias, independientes entre sí pero tan interconectadas que, en su conjunto, conforman un solo relato. El de unos jóvenes, americanos blancos provenientes de la inmigración judía, residentes en algunas de las áreas más peligrosas de la ciudad, zonas de exclusión social y depresión, bandas, violencia y drogas. En esos guetos siempre a una fracción de segundo del balazo que pone punto final a la disputa, de la explosión de ira que presagia la penúltima batalla entre pandillas, o de la habitual sirena de ambulancia que anuncia la enésima muerte por sobredosis, Madani nos presenta a sus cuatro protagonistas en 1989. Los hermanos «Necro» e «Ill Bill» Braunstein, reyes del terrorífico barrio de Farragut, Brooklyn. Ethan Horowitz, alias «Maya Lansky», el más reputado ladrón de coches de todo «Brooknam» —exacto, el borough + Vietnam—.Y J.J., «Jewish Jane» Berkowitz, líder fundadora de las Cee Jay, la primera banda de chicas en Corona, extrarradio de Queens. Lo mejor de cada «casa», vamos.

A través de ellos, Madani nos está contando un sinfín de historias, un auténtico hervidero de situaciones límite, ofreciéndonos un fresco espídico sobre una ciudad atomizada en el final del mandato del alcalde judío Edward Koch y la llegada del primer alcalde negro, David Dinkins —derrotando al «ángel exterminador», Rudolph Giuliani, todavía en la sombra—. Ante los ojos del lector desfilan thugs, goons, clockers y tal legión de pandillas —Blacks, Decepticons, Ñetas, Cholos del Bronx, Latin Kings, Black Spades, Dominicans Don’t Play, Infesticons…— que a veces la obra se asemeja a una «enciclopedia del hampa». Por si no hubiera suficiente criminalidad, el autor también nos introduce en la prisión de Rikers Island y su peculiar «ecosistema», donde los huesos de la mayoría de esa generación al «margen de la ley» iban a ir a parar en algún u otro momento. Pero aún hay más.

Porque en Jewish Gangsta la banda sonora es clave. Y no solo como colección de canciones bajo el que se desarrolla la trama, sino como parte relevante del propio relato, cultura, estética, actitud e, para un minúsculo reducto, incluso futuro. Los icónicos apagones de la ciudad, aprovechados por jóvenes sin demasiados miramientos para hacerse con equipos de sonido  que jamás podrían permitirse. SlayerWu-Tang Clan y los Beastie Boys. Rap judío. Discográficas en los márgenes. Mc Shan y KRS-One como epítomes de la rivalidad entre Queens y el Bronx, antecesores de Non Phixion, el grupo de Ill Bill que llegaría a telonear —¿una posible segunda parte del libro?— a Portishead, Rage Against the Machine o Queens of the Stone Age, entre muchos otros. Verdadera música de la calle… antes que urban fuera una tendencia de moda y algo que pudieran vender patrocinadores «con nombres de fruta» en un Festival de —en teoría— sonidos alternativos.

Pese a que Jewish Gangsta a veces pueda dar la sensación al lector de ser terreno ya demasiado transitado —digamos que bandas de Nueva York, mafia de barrio y vida en prisión no eran temas demasiado novedosos ya antes de la «era de las series»— en mi opinión el libro no se resiente un ápice. Primero, gracias al vibrante ritmo y la implacabilidad con la que Karim Madani presenta e hilvana los tres relatos. Segundo por la habilidad del autor para apuntar cuestiones de fondo, de estructura y clase social, de aspiraciones y anhelos pasados por el demoledor prisma del capitalismo y el american way of life —atención a los Lo-Life y su obsesión con la ropa Ralph Lauren, más revelador que cualquier sesudo estudio sociológico— en su crónica criminal sin abandonar la exuberante fluidez de la narración. Y, finalmente, por captar la respiración, entrecortada, asfixiada, de una ciudad en la que el hampa no era exactamente mitológica, sino una degradada forma de vida… y supervivencia.