Estaba siendo un gran año —no todo iba a ser drama y malas noticias— en lo que se refiere a la forma breve. Pues ahora llega La Navaja Suiza y lo convierte en extraordinario gracias a Huéspedes de la nación y otros relatos, de Frank O’Connor. Siete historias, tan irlandesas como universales, aparentemente sencillas y costumbristas, pero repletas de sabiduría y hondura. En definitiva, un puñado de cuentos con marchamo de clásicos, que nos permiten descubrir —por primera vez en castellano— a un verdadero maestro del género.
Nacido Michael Francis O’Donovan en Cork, Irlanda, en 1903, pero conocido por su seudónimo literario, O’Connor se inició en la escritura con tan solo doce años. Entre la década de los 30 a los 60, fue un muy prolífico autor de cuentos, poemas, teatro —con obras de Ibsen y Chéjov—, ensayos, biografías y nouvelles. Ingente producción que compaginó con trabajos como librero, dinamizador cultural, traductor, periodista y crítico literario. Su primera antología de relatos, Huéspedes de la nación, fue editada en 1931. Le seguirían más de treinta obras, entre cuentos y piezas de teatro. Falleció en Dublín en 1996, de un ataque al corazón. No abundan los autores que dan nombre a un Premio literario. Frank O’Connor lo tiene… junto a un Festival.
El hype era alto, sin duda. Por eso, el arranque del volumen, con su cuento titular, resulta incontestable. «Huéspedes de la nación», su historia más popular, antologada e incluso llevada al cine, es absolutamente soberbia. Un ejercicio de precisión narrativa, estudio sociológico y de la humanidad —¿imposible?— pasmoso. El absurdo del contexto bélico trasladado al papel con espeluznante, campechana claridad. Ahora que nuestros sesudos medios se empecinan en hablarnos de abnegados héroes frente a abyectos villanos en Ucrania, la mirada de O’Connor sobre estos «íntimos» bandos enfrentados en pretérita guerra se antoja revolucionaria. Amigos de La Navaja Suiza. Tras El chico de los Pedersen, de William H. Gass, ya podéis presumir que contáis con dos obras maestras del relato en vuestro catálogo.
Pese al estratosférico listón de semejante inicio, el siguiente «Niños en el bosque» aguanta el tipo con holgura. El amargo, cruel vaivén de una infancia aciaga y compungida no presagiaba nada bueno, pero Frank O’Connor posee oficio suficiente para transformar la amenazadora lacrimosidad en una certera andanada a la opresiva e hipócrita moral católica de la «Isla Esmeralda» de su época. Además, pronto avistamos «La majestad de la ley», otra pieza redonda, donde O’Connor perfila, entre una conversación a fuego lento —en el que se vislumbra la magnitud del «iceberg» sumergido— y tragos de whisky ilegal, un giro final rebosante de sapiencia sobre la naturaleza humana.
En el ecuador de Huéspedes de la nación el mundo infantil y la religión asoman de nuevo en «La primera confesión». No obstante, el tono, más socarrón y ligero, nos muestra a un autor que también sabe jugar con el humor para cuestionar la estructura social de su añeja tierra y brindarnos esperanza con el estamento eclesiástico gracias a un perspicaz cura, mientras recrea a la perfección la congoja y voz de un crío. Ahondando en esa liviandad, bajo la que se agazapan rotundas cargas de profundidad, a continuación tenemos «Las locas Lomansey», quizás el texto más discordante de la antología. Aún así, hay que valorar como O’Connor disecciona la cuestionable institución del matrimonio, las tribulaciones del amor y las dificultades de una mujer «a contracorriente» para realizarse en aquellos tiempos.
El último par de relatos de Huéspedes de la nación no hacen más que perfeccionar el conjunto, certificando, como explica el traductor Daniel Morales —estupenda labor— en el epílogo, que Frank O’Connor nunca daba un cuento, o sus temáticas, por cerradas. «Los viernes, pescado», sin perder la jocosidad bien regada de alcohol, capta fielmente a esa juventud, repleta de ideales y rebeldía, evaporándose inexorablemente entre rutinas, falta de coraje y decisiones erróneas. Y, finalmente, cerrando el lote tenemos «Mi complejo de Edipo», tercera visita a la infancia y, diría, la más memorable de las tres. Las consecuencias de la guerra y la pobreza. Lo caprichoso de los afectos… Un universo condensado en los celos de un niño ante el retorno del padre.
Ese es el principal mérito de las historias reunidas en Huéspedes de la nación. Lograr que tras lo aparentemente pequeño, se traten los grandes temas universales —aunque ciertamente, la idiosincrasia y la fractura social irlandesa impregna cada relato—, por tanto complejos y gravosos, con una naturalidad incomparable. Las cuestiones morales. Las transformaciones sociales y culturales. El peso de la tradición. Nuestros instintos más nobles… y bajos —del perdón a la solidaridad, de la envidia a la venganza—. Miedos, prejuicios, anhelos… Todo reflejado en diálogos rotundos y personajes dotados de voces, motivaciones y psicologías siempre creíbles, incluso cercanas. El arte y alcance del cuento llevado a su máxima expresión. Bienvenido sea, por fin, señor O’Connor. Esperemos que esta no sea su última visita…
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