Convertido en sorprendente best-seller, admirado por los conservadores, y saludado como una de las referencias indispensables para intentar entender la victoria de Donald Trump en las pasadas elecciones estadounidenses, la editorial Deusto nos trae al castellano Hillbilly, una elegía rural. Memorias de una familia y una cultura en crisis, debut en la escritura de J.D. Vance. Un sentido «retrato», de índole muy personal, pero que también incluye intentos de ofrecer un sustrato sociológico y político sobre los habitantes de la cordillera de los Apalaches, una de las zonas más empobrecidas del país y una de las cunas principales de lo que se conocen como rednecks —pese a que si nos ponemos puristas es un término dirigido a la población sureña— o, más genéricamente, white trash.

Vance es un joven abogado que apenas ha comenzado la treintena —le honra la introducción, admitiendo que la palabra memorias le queda grande—, sirvió en Irak y actualmente trabaja en una empresa de inversión de Silicon Valley. Creció entre Jackson, Kentucky, y Middletown, Ohio, y es a ese lugar, a su familia, vivencias y entorno, a los que se dedica en este debut que se lee como un híbrido de géneros: entre la biografía en primera y el ensayo social de la pobreza de la clase blanca, sus ramificaciones y consecuencias.

Miembro de una familia tan disfuncional que parece sacada de un «libro negro» de mi querida editorial Dirty Works, el pequeño J.D. las verá de «todos los colores» durante su infancia, con una existencia cuasi nómada, resultado de las múltiples parejas de su madre, enfermera y adicta a las drogas, un padre ausente —reaparecerá a posteriori—, en realidad sostenido gracias a las diversas estancias con sus peculiares abuelos, tan violentos y pendencieros como abnegados en su determinación para que su nieto tuviera la posibilidad de romper ese «ciclo de miseria», adicciones y autodestrucción que el autor certifica como «marca de la casa» hillbilly.   

Mal que le pese a su autor, en Hillbilly, una elegía rural hay un cierto «tufillo» a obra del gusto Hollywoodiense, es decir, una de esas historias de éxito y realización personal en las que el protagonista va superando los abismales obstáculos hasta, en este caso, acabar estudiando Derecho en la prestigiosa Universidad de Yale, labrándose un camino muy diferente al esperado. Realización personal, valor central de la familia, con la figura capital de mamaw, su abuela —con mucho el personaje más fascinante del relato, merecedora de unas memorias para ella sola— en el centro, patriotismo… vamos, maná «caído del cielo» para cualquier productor en L.A.

Afortunadamente para nosotros, en el libro de Vance no hay demasiado espacio para los edulcorantes habituales, porque su narrador nunca pierde de vista la honestidad en el recuento de su vivencia personal, admitiendo tanto la extrema fragilidad de su ascenso social, como sus contradictorios sentimientos a medida que va logrando ese progreso —orgullo de clase versus vergüenza por sus orígenes—, la fortuna ocasional, o el lado aterrador de su mencionada heroína salvadora. De este modo, sus memorias resultan convincentes y, en sus mejores momentos, conmovedoras, dolorosamente reconocibles —no necesitas irte al «Cinturón del Óxido para encontrarte a familias que no llegan a fin de mes y sin embargo se hipotecan para dar a sus hijos unas Navidades por todo lo alto—. No, Vance no tiene, ni por asomo, el talento del gran Harry Crews y esto no es su magistral Una infancia, pero su historia tiene fuerza y credibilidad.

Mis dudas con Hillbilly, una elegía rural surgen cuando J.D Vance pasa de la exposición personal al diagnóstico social y político de su comunidad y, por extensión, la airada clase obrera blanca de esa «América Profunda» en absoluta decadencia tras el desmantelamiento de buena parte de sus sectores ocupacionales habituales —industria pesada, agricultura y minería—, tras la crisis de los años 70, padeciendo a cambio un desempleo rampante y, por desgracia, estructural, principal ingrediente para ese caldo de cultivo de drogadicción, violencia doméstica, entornos familiares arrasados, criminalidad, dependencia a las ayudas gubernamentales, fanatismo religioso, racismo y exclusión social. Y no es porque su juicio carezca de valor. De hecho, Vance señala un aspecto fundamental que suele escaparse del debate político-mediático, porque precisamente les apunta directamente a ellos: el sentimiento de ostracismo, de olvido, de desprecio, fácilmente transformable en agravio, incluso traición, por parte de quienes consideraban los «suyos»… los blancos liberales, a los que los hillbillies votaban tradicionalmente.    

Pero claro, que efectivamente la clase blanca empobrecida haya sido ninguneada de la esfera pública mientras a los WASP les va de fábula —algo extrapolable a los tories en Reino Unido con su demonización de los chavs, como señala Owen Jones—, no los equipara, como tengo la impresión que Vance hace, con la población negra —la vergonzosa y virulenta oposición al presidente Obama o al movimiento BlackLivesMatter es racismo puro—, hispana o india. Y, sobre todo, no justifica la ESTUPIDEZ supina que significa poner en la Casa Blanca a un energúmeno de la calaña de Trump, tal y como han hecho los suyos. Porque alguna lección debería haberse aprendido de la era Reagan —el «desmantelador» industrial, además de criminal de guerra—, la era y media de los Bush, en sus partes I y II —ídem de ídem—, para no volver a colocar en el poder a los siervos del gran capital o, directamente, a uno de ellos —totalmente incompetente, para más inri—.

Es cierto, y eso le honra, que para Vance la primera responsabilidad recae en su propia gente, acomodados en su victimismo, aislamiento y resignación iracunda. Pero tampoco tengo muy claro que la solución a la cuestión sea enrocarse con la idea del self-made man, punta de lanza de la idea del sueño americano que, en definitiva representa la historia de superación encarnada por el propio Vance. Bien por él, por supuesto, pero sigue siendo una falacia orquestada por esa entronización dogmática del capitalismo que a veces parece que vaya envuelto en la bandera —esto también vale para la Unión Europea—. No, Hillbilly, una elegía rural es un libro poderoso en su narración de una historia familiar trepidante, importante para fomentar un debate a todas luces necesario y poner sobre la mesa un problema identitario gravísimo para millones de personas. Pero si existe una solución, esta no pasa por celebrar con más ahínco el próximo 4 de julio o creerse las bobadas que un esperpento metido a político tuitea. Make America great again? ¿Qué tal luchar contra la desigualdad por primera vez en vuestra historia?