Cosas que sabemos: que este es el tercer disco de “canciones” en la obra de Hans Laguna (si incluimos obras experimentales, espacios sonoros, producciones y bandas sonoras, la contabilidad se vuelve más compleja); que en la inquieta mente de este músico estancarse o repetir esquemas es una frivolidad inasumible; que en el lado sonoro de esa búsqueda constante, Cristian Pallejà y Ferran Resines y su estudio Caballo Grande se han convertido en los aliados perfectos; que pasa el tiempo y que, aunque se van viendo esperanzadores avances en forma de continuos halagos mediáticos y en la programación de algunos festivales, pasa el tiempo y la escena musical de este país sigue sin tratar en justa medida a uno de sus creadores más fascinantes y personales: que en esta ocasión Hans ha optado por estar un poco menos solo, dejándose ayudar por gente tan notable como Blanca y Tuixén de Les Sueques, Montse Azorín y Julio Bustamante (con quienes lleva colaborando un buen tiempo), y por todo un Nacho Vegas. Precisamente, la colaboración con Vegas –un encantador dueto en la canción/parábola El bosque– tiene mucho de bienvenida oficial al pabellón de los grandes, de intercambio de versos entre dos artistas que pueden considerarse referentes de hasta dónde puede llegar la combinación de “indie” y canción de autor española (salvando las distancias en que a recorridos y años de pico y pala musical se refiere).

Entre las cosas que no sabemos situamos la incógnita sobre el techo creativo de Laguna, o hacia dónde le pueden llevar sus próximas exploraciones. Haga lo que haga, desearíamos que no evolucionase tanto como para llegar a renegar del formato canción, ya que es un formato que se le da fantásticamente, aunque sea en ese punto etéreo en el que lo trabaja ahora, restando importancia a cosas mundanas como los estribillos o los “middle eights”, y cediendo el volante a factores como el azar, a la repetición o a la exploración de los sonidos que hay detrás de los sonidos (sólo hay que ver el singular “making off” de este disco, en el que Hans y sus colaboradores más que músicos parecen científicos locos averiguando hasta dónde pueden llegar los instrumentos inusuales si, además, los manipulas de forma poco convencional).

El pegamento en este sugerente viaje sigue siendo la voz de Hans, siempre calma a pesar de la cantidad de frecuencias que abarca, y con ese timbre instantáneamente reconocible. Al margen de ese factor, de momento inherente a cualquier obra cantada de Hans, si tuviéramos que catalogar la personalidad de Manual de Fotografía respecto a sus trabajos anteriores, destacaríamos la fuerte presencia del ritmo, presentado aquí de forma casi tribal o tropical, ya sea tocado con percusiones o con instrumentos melódicos que repiten un motivo hasta convertirlo en un mantra rítmico (una idea llevada hasta sus últimas consecuencias en el tema final, paradójicamente llamado Bienvenido, que en sus últimos tres minutos juguetea con la paciencia del oyente casual).