Hoy regresamos a la contracultura de los años sesenta para, aprovechando la publicación de Ringolevio de Emmett Grogan —un libro y un tipo de lo más especial y fascinante— por parte de la siempre estimulante Pepitas de Calabaza, adentrarnos en uno de los episodios más sorprendentes e interesantes del underground estadounidense: los Diggers. Un movimiento telúrico, iconoclasta, radicalmente subversivo, anticapitalista, artístico e imposible que, sin embargo, sacudió los cimientos del icónico barrio de Haight-Ashbury en San Francisco durante dos años.   

Los Diggers, Revolución y contracultura en San Francisco (1966-1968) Alice Gaillard (Pepitas de Calabaza, 2010)

Alice Gaillard es coautora, junto a Céline Deransart y Jean-Pierre Ziren, del documental Les Diggers de San Francisco, trabajo que se complementa con este pequeño pero completo libro que nos sitúa en la década en la que todo pudo cambiar —la derrota está siendo larga y dolorosa, pero sigo creyendo que valía la pena intentarlo— y en la que, brevemente, la juventud del país más consumista del mundo hizo tambalearse, ni que fuera epidérmicamente, al conformista y aterradoramente prefabricado, taylorista, «American way of life».

Los motivos de esa «sacudida» son el resultado de un melting-pot de lo más diverso: Marcuse, Vietnam, un nivel de vida y de escolarización masivos, nunca antes vistos, los beatniks, el baby boom, la lucha por los derechos civiles, la psicodelia, la música, el hippismo, las drogas alucinógenas, el teatro de guerrilla… Elementos que, no por casualidad —razones económicas, el contexto sociológico del propio barrio, San Francisco como motor contracultural, la universidad de Berkeley—  fueron a cristalizar en el barrio de Haight Ashbury. «Ven a San Francisco con flores en el pelo…»

El año clave será 1966, que Gaillard cronifica en base a una serie de acontecimientos relevantes. A la apertura de la primera Psychedelic Shop y la organización del Trip Festival con Acid Test gigante incluido, le seguirá la creación del Frente de Liberación de los Artistas (ALF) y la publicación del primer número del San Francisco Oracle. Será entonces cuando Ron Davis, Emmett Grogan y Billy Murcott, a través de su grupo teatral callejero, la Mime Troupe —que pronto quedará superado—, empiezan a hacerse ver, reivindicado lo que denominarán «espacios liberados», y poniendo en marcha —desafiando el toque de queda impuesto tras los disturbios de Hunter’s Point como resultado de otro asesinato racista de la policía—  la primera concentración para el reparto gratuito de alimentos. Ese septiembre aparecen los Diggers Papers. «¡Es gratis porque es vuestro!» ¡Bang!

Gaillard, que no esconde su entusiasmo en el repaso de ese espídico, convulso período de tiempo, expone con orden y claridad la sucesión de actuaciones reivindicativas, hechos, debates, confusiones, limitaciones y, finalmente, ocaso, que tuvieron a los Diggers como protagonistas. Apenas un puñado de diversas personalidades —los choques serán habituales—, mucho arrojo y vitalidad alineadas durante un breve espacio de tiempo. Hubo genuina audacia, radicalidad y osadía en sus planteamientos. Ya fuera decretando la «muerte del dinero», cuestionando cualquier planteamiento jerárquico-normativo —«Si alguien pide ver al director, respondedle que el director es él»—, aunque fuera a costa de enfrentarse tanto con las, a su juicio, derivas doctrinarias y estructuras cerradas de la Nueva Izquierda, como con la indolencia del hippismo y el movimiento psicodélico. Había que actuar, y el establecimiento de las «free shops» y, sobre todo, la red sostenible de «free food», son los mejores ejemplos de las efímeras victorias del legado Digger. Pasos decididos hacia la aspiración final: una Ciudad Libre.

Pero lo más alucinante, al menos para un servidor, es que la lucha de los Diggers resulta TOTALMENTE válida hoy en día. Porque los hippies han dado paso a los hipsters, que han sustituido el LSD por el Whatsapp —más adictivo aún—. La ropa ahora es vintage y los festivales vienen patrocinados por cervezas. Las guerras vergonzantes no se han detenido precisamente. Igual que el racismo. Proliferan los presidentes absurdos y el fascismo parece campar a sus anchas… Y todo comandado por un neoliberalismo que, pese a sus sonados y recurrentes fracasos, continúa imponiéndose como el único mantra aceptable por las élites —y buena parte de la masa borreguil—. Sí, seguimos necesitando nuevos marcos de referencia. Sí, leer la historia de los Diggers cuarenta años después aturde, atrae e importa.

Ringolevio, Emmett Grogan (Pepitas de Calabaza, 2017)

Esto no es un libro al uso. Son dos, tres, o cuatro en uno. Son unas memorias que parecen una novela, como mínimo bipolar, o una novela que es una suerte de doble autobiografía. Es una obra histórica sin que la verosimilitud sea exactamente su fuerte. Es una obra política, subversiva y, sin embargo, siempre avanza «pegada» a la Tierra. Y tiene uno de los comienzos más eléctricos, magnéticos —hasta la página 59, al menos— que servidor recuerda en mucho tiempo, con esa increíble, batalla de ringolevio —un juego callejero en el que dos bandos, sin límite de tiempo ni descansos ni armas, intenta capturar a todos los integrantes del equipo contrario— por las calles de Little Italy, Nueva York, en 1950. El efervescente pistoletazo de salida a la narración de una vida, la de Emmett Grogan-Kenny Wisdom, singular, apasionante y, como bien reza el subtítulo del libro, «vivida a tumba abierta». Y narrada por un autor que no hace prisioneros…

En primer lugar, nuestro protagonista es el joven Wisdom, excepcionalmente despierto, valiente, temerario. Carne de cañón con una inteligencia y un hambre canino por la vida. Drogadicto, estudiante brillante, delincuente, viajero forzoso por una Europa en ebullición. Como si el gran Doctorow trasladase su Ragtime al viejo continente, está en todos los sitios y participa en toda suerte de acontecimientos histórico-políticos. ¿Lo que nos narra es real, le sucedió de verdad? Parece imposible, pero el verbo nervioso y a la vez desapegado, natural, es sencillamente contagioso. La lectura de Ringolevio es una montaña rusa, un vendaval.

Sin embargo, esa existencia itinerante y sin dirección «tocará tierra» al regresar a Estados Unidos. Nuestro protagonista reconoce que su deambular no es más que seguir jugando, continuar representando un papel, el de Kenny Wisdom. Es hora de buscar su propio camino, recuperar su nombre, Emmett Grogan, y comprometerse: ser el motor del cambio que anhela. Escupe vitriolo sobre el Flower Power, los gurús del LSD, los Yippies —Abbie Hoffman recibe de lo lindo, pero no es el único— y las sesudas organizaciones políticas. No, los Diggers de San Francisco van a mostrarle a la gente que el mundo podría ser suyo… si tienen la osadía de ir a por él.

La segunda parte de Ringolevio no está literariamente a la altura de la primera. La prosa es bastante menos fluida y áspera, con digresiones aquí y allá, y con Grogan siempre, hasta el exceso, en primer y absoluto plano. Pero, en cambio, es reveladora hasta el extremo. Refleja una personalidad desbordante, compleja, en constante pelea con todos y, sobre todo, con él mismo —esa contradicción entre su ubicuidad y denodado liderazgo y el deseo de anonimato resulta fascinante—. Y como las mejores obras, deja en el aire tantas o más preguntas que antes de comenzar su lectura. ¿Fueron los Diggers tan importantes como él asegura? ¿Existe un legado Digger? ¿Emmett Grogan es una leyenda o un mero farsante? De hecho, ¿existió de verdad? En cualquier caso, menudo viaje fue…