Entre los autores descubiertos gracias a mi querida Dirty Works, Bonnie Jo Campbell ocupa un lugar de privilegio. Desguace americano, la apabullante colección de relatos publicada por la editorial negra el año pasado, entró por incontestable derecho propio entre las lecturas predilectas de un servidor en 2018. Pues ahora la escritora de Kalamazoo, Michigan, regresa con Érase un río, una novela con todas las hechuras y efluvios de un clásico moderno —ganas de que la adaptación cinematográfica de Haroula Rose llegue pronto aquí—. Os presento a Margo Crane. Y su barca. Y su rifle.
Publicada originalmente en 2011, Érase un río nos sitúa en los años 70 en Murrayville, meandro de Michigan bañado por el río Stark, en el que la brutalidad y la desesperación son la norma. Ambos factores se ceban con especial fatalidad en los Crane, forzando a nuestra protagonista Margo, de dieciséis años, a remontar el afluente del Kalamazoo con lo estrictamente imprescindible —víveres, una escopeta Marlin y una biografía de su heroína, Annie Oakley—, huyendo del lugar en busca de su madre, que abandonó el hogar antes del violento deceso de su padre, funesta consecuencia —no definitiva— de una espiral de atrocidades familiares, que sonarán poderosamente a quienes disfrutaron de Desguace americano —Margo convertida en Mary Lou en el sobrecogedor «Reunión familiar»—. Huelga decir que la empresa es titánica, extremadamente peligrosa. Una odisea de las que definen y cambian la vida. Si logras sobrevivir.
Con semejante planteamiento, la primera impresión es la de estar frente a una «novela rural» de una crudeza bramadora, pero no demasiado original —el río como metáfora del transcurso de la vida o vehículo del viaje interior, es un recurso muy manido—, a excepción, nada baladí, de contar con una protagonista femenina. Craso error, ya que la corriente natural de agua aquí es un personaje primordial, el lugar donde reside tanto la vida y el confort como lo ominoso y lo corrupto. Y porque la epopeya creada por Campbell pronto se revela como una increíble relectura de uno de los géneros más masculinos de la literatura: la historia de aventuras… trastocada, vía el realismo más descarnado, en ficción salvaje sin adulterar. Por Érase un río desfilan Mark Twain —especialmente—, James Dickey, Cormac McCarthy, Flannery O’Connor o Henry Thoreau, pero destilados por una prosista superlativa, dispuesta a trastocar los esquemas y estereotipos tradicionales de la «Gran Novela Americana», para dotarla de un prisma feminista sin renunciar un ápice a su potencia o autenticidad literaria.
Porque en las riberas del río acechan numerosas amenazas, casi siempre varoniles. Testosterona que equivale a posesión, brutalidad, depredación sexual, adicción y crimen. Basura blanca en su definición más inmediata y abyecta que pretende someter a Margo. Pero eso no es todo. Las orillas del Stark también están habitadas por tipos no agresivos, agostados por la soledad, que anhelan —incluso desde las buenas intenciones— domar a esa figura tan indómita como contemplativa y callada. Pero esa no es su naturaleza. Y eso es lo que precisamente hace de Érase un río una lectura tan inolvidable.
Y es que Margo Crane es un personaje enorme: osada, inalterable, testaruda y perdida a la vez. Una traslación creíble y carnal del mito de Diana, la bella cazadora, asimismo recreación contemporánea de la legendaria tiradora Annie Oakley. También alguien autosuficiente, promiscua y violenta, rasgos habitualmente reservados a los hombres en la ficción. Igualmente, un ser profundamente imperfecto, cuyos errores la colocan frente a situaciones extremas —las balas no suelen traer ni el bien ni la paz—. Y, por encima de todo, una joven ajena a las definiciones del resto. Ni una salvaje a quién pigmalionizar, ni una inconsciente asesina, ni la esposa soñada. A nuestra «hija del río» nadie pueda doblegarla.
Liderada por Margo, la trama de Érase un río fluye sin obstáculos, propulsada por la envergadura como narradora de Campbell —el capitán al mando de la traducción al castellano es Tomás Cobos, nuestro inmejorable guía a «puerto seguro»—, la inmediata capacidad de seducción literaria de su personaje central y la consecución de esa meta difusa de la reunión con la madre, que uno sospecha quizás sea mera excusa —creo que Margo sabe la verdad, no habrá sorpresa, solo aturdimiento— para distanciarse de su hasta entonces infortunado relato, en busca de una dirección. Un futuro frágil, titubeante, pero propio, ajeno a las expectativas de los demás.
En ese sentido, uno de los méritos más extraordinarios de la autora de Michigan es atrapar completamente al lector en un texto tan bello como áspero, en el que resulta complicado empatizar totalmente con su protagonista o secundarios —Smoke y Fishbone son los únicos que me vienen a la mente, el perro Pesadilla aparte— y, en la que bajo la sucesión constante de acontecimientos, de la acción, subyacen reflexiones enjundiosas acerca de la libertad y sus consecuencias, el destino y la dificultad de cambiarlo, así como sobre la violencia y el desarraigo emocional. Érase un río son trescientas cincuenta inapelables páginas de emoción y vísceras.
¿Suena ambicioso? Sin duda lo es. En Érase un río hay épica, mitología —incluso un pasaje místico-sicalíptico, probablemente el más prescindible del libro, pese a su repercusión en la historia— y un envite, de tú a tú, con algunos de los pesos pesados de la literatura norteamericana. Encontramos teoría feminista embebida en una obra sobre el paso a la edad adulta que navega con pasmosa soltura entre géneros, aunando aventura, thriller y nature writing. Ofrece una mirada, genuina, insobornable, al paisaje, físico, socioeconómico, cultural y emocional, de un territorio en perenne crisis. Algo que ya disfrutamos, comprimido, en sus relatos, pero que se desborda plenamente aquí. Y, por supuesto, nos regala un personaje mayúsculo. En definitiva, lo que ha logrado Bonnie Jo Campbell es toda una gesta. Hay que leerla.
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