Cocaína y follar. La auténtica banda sonora de estos tiempos convulsos. El perenne hilo musical de todo centro comercial o tienda «don Amancio» que se precie. La repetitiva avanzadilla sónica del amenazador patinete adolescente, el atronador coche del aspirante a malote o del wannabe hipster con síndrome de Peter Pan. Todas las definiciones pueden valer. Llegó el día. Hoy toca hablar de El trap, del doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid Ernesto Castro, autor —Contra la postmodernidad (Alpha Decay, 2011) y Un palo al agua (Micromegas, 2016)—, Youtuber y polemista profesional, que publica Errata Naturae.
Para no andarse con rodeos y al igual que el propio Castro hace en el libro, juez y parte durante toda su obra, seamos claros: quien escribe es hater adamantino de esa amalgamación que responde al lema de «música urbana», que a uno le suena a la machacona sintonía del infierno, además aderezada —inflada, mejor dicho— por naderías en forma de poses esperpénticas, beefs absurdos —lo del cubiertagate de ayer es algo mucho más serio, y triste—, letras risibles y videoclips ridículos. Desde la generalización y el desconocimiento, ciertamente. Y, precisamente por eso, uno tiene que admitir que el autor le ha dado unas cuantas lecciones, a base de pormenorizadísimo estudio y sugerente tesis: que el trap es el nuevo punk —comparación que en principio chirriaba, pero debe reconocerse que se sostiene—. La banda sonora de la crisis económica, sociocultural y generacional en nuestro país. O, como reza su subtítulo, inicialmente pomposo pero convincentemente defendido, Filosofía millennial para la crisis en España.
Y es que Ernesto Castro se deja muy poco en el tintero. Por un lado, nos ofrece el esperable pero especialmente relevante recorrido histórico, trazando los orígenes del trap en España a través de su tortuosa relación con el rap y el hip-hop —del «rap virtuoso» a la actual muerte por Auto-Tune en la que vivimos—, su escurridiza definición como estilo, su promiscuidad simbiótica con el reguetón, el R&B o cualquier subsubgénero etiquetable en la era del «New Normal» o, lo que es lo mismo, en su intento por no descabalgar del mainstream. Por otro, propone un detallado repaso al star system de la peculiar escena urbana, con paradas obligadas en los nombres —PXXR GVNG, C. Tangana, Young Beef, La Zowi, Rosalía, Bad Gyal…— que incluso el más inexperto de los neófitos o, directamente, contrarios, conoce, pero también con generoso espacio para actores secundarios, incluso terciarios o tangenciales. ¡Diablos! Si hasta La resistencia de David Broncano, identificado como uno de los espacios televisivos más populares para millennials, es revisada a fondo.
Sin embargo, lo que más me llama la atención de El trap no es tanto la cronología de los hechos, desde el DIY digital más underground —creatividad surgida de lo precario, explosión a través de los medios que ofrece internet— a su incontestable impacto social, comercial y mediático, particularmente juvenil, o la retahíla de apellidos «ilustres» desgranados, sino lo que el filósofo madrileño arma a partir de ellos. Una lectura ontológica, sociológica, cultural y socioeconómica sobre el fenómeno en España, que sitúa al trap como el resultado —¿producto? ¿constructo? ¿movimiento?, cualquier opción se antoja incompleta— de una realidad marcada por el paro, la no representación política y la estigmatización del «nini» —nuestro chav— bastante cercana al No future punk en la efímera era de Youtube, tamizada bajo el prisma de lo metairónico —el cuarto estado de la ironía, mátame camión— y la cuestión generacional: lo viejuno versus lo millennial, lo Z… y lo que venga. Por ahí se cuelan suculentos debates y, en más de una ocasión, los prejuicios acerca del trap son, sino enteramente rebatidos, sí puestos en seria cuestión o, al menos, contextualizados.
Controversias alrededor de letras y mensaje, más sustanciosas de lo que el tópico presagiaba, reflejo tanto del individualismo egocéntrico como de la fase emocional generacional próxima a la apatía —¿traslación política?— en la que vivimos. Polémicas acerca de la clase social y la denominada realness —autenticidad, también en los niveles de drogadicción y «calle», en fin— que entroncan con la frecuentemente engorrosa sintonía de los traperos con el hipercapitalismo y la industria. Porfías bastante virulentas a cuenta del apropiacionismo cultural —Rosalía y el flamenco, por supuesto, pero también a costa de «lo quinqui»—. Y, a mi juicio, uno de los capítulos más interesantes, la cuestión del feminismo y el machismo en el género, donde Castro apunta a cómo el trap podría haberle dado la vuelta al mantra sobre el empoderamiento de la mujer precisamente a través de su sexualización. Uno va a seguir pensando que un tío «llorando en un limo» no representa mucho al pueblo —siendo éste casi imposible de definir—. Tampoco creo que vaya a cambiar de parecer respecto a la dudosa trasgresión del género, nada contestatario con el sistema, haciendo de la ostentación del dinero y la pose virtud, aunque sea irónica. O va a continuar alineándose con Yolanda Domínguez en vez de Virginie Despentes. Pero resulta de lo más estimulante ver que no todo es blanco o negro con el trap.
Lo dicho, el ensayo de Ernesto Castro resulta de lo más completo. No obstante, sí considero que adolece de una cosa, no precisamente pequeña. La música. Y es que, en mi opinión, El trap está repleto de significantes, de preguntas a plantearse pero, ¿significados? ¿Nos podemos tomar en serio a la escena cuando ella misma parece no hacerlo? ¿Qué hay detrás —si es que hay algo— de tanta ironía y ejercicio referencial? ¿Cuál es su relevancia más allá de su popularidad? Y, lo más importante, ¿cuál es el valor de dicha música? En esto último Castro no entra, probablemente, por qué no tenía motivos para hacerlo. Esa responsabilidad, esa labor, creo, debería recaer en la crítica musical… y algunos todavía lo estamos esperando.
Ya sea por el estado de «pánico nuclear» en el que vive el periodismo, escrito o digital, dispuesto a lo que sea para no perder comba… o anunciantes —hay que vender chándals—. Ya sea por la necesidad del hipster de demostrar lo enterado, metairónico, iconoclasta, abierto de miras, eternamente joven y cool que es. Ya sea por los cuatro mandamases del negocio, Coachellizando sus festivales en busca de rejuvenecer su público —decisión empresarial más que legítima, no hacían falta los discursos—. Pero resulta del todo inconcebible que, entre el constante asalto mediático en forma de artículos que son puro clickbait, listas —otro día hablamos de Pitchfork y sus «replicantes»—, textos sobre la importancia de la longitud de las uñas o el papel en el Procès de Rosalía, refriegas dialécticas más preparadas que las de El chiringuito, no haya espacio para hablar de los méritos o deméritos del género, o reseñar los discos, mixtapes o sencillos del trap al margen de su «envoltorio», número de likes o reproducciones, siendo capaces de separar el «grano de la paja». El teórico cometido de la crítica musical.
Insisto, no considero a El trap un ensayo musical… sino algo probablemente con más enjundia. La radiografía de un tiempo, un país y una generación, a través de la que probablemente sea su expresión cultural más genuina. Con independencia de si adoras el género o lo detestas, estamos ante una lectura realmente relevante.
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