Hay un nuevo autor en la familia Dirty Works —y otra, de relatos, además, a punto de aparecer en librerías, alegrón por partida doble—, algo que suele ser sinónimo de tesoro literario por descubrir si hablamos de nuestra querida editorial negra. Se llama William Gay y en este flamante El hogar eterno, que también supuso su debut literario, no se anda con miramientos. Una novela vesperal, reverso oscuro de los relatos clásicos de iniciación, con armazón de western, aunque firmemente arraigada en la mejor tradición sureña. ¿Alguien da más?

Nacido en Hohenwald, Tennesse, en 1941, tras el instituto, Gay se enroló en la marina y sirvió en Vietnam. De vuelta en Estados Unidos, vivió en Nueva York y Chicago antes de regresar a casa en 1978. Pese a escribir desde la adolescencia, no fue hasta 1998, cuando dos historias suyas aparecieron en revistas literarias, que Gay comenzó a hacerse un nombre como escritor, ejerciendo hasta entonces trabajos tan variopintos como el de carpintero, pintor de brocha gorda o instalador de paneles de yeso. Un año después, a los 57, debutó con El hogar eterno, con la que obtuvo el Premio James A. Michener, elogiosas críticas y comparaciones con un imprescindible de «la casa Dirty», Larry Brown. Dos novelas, Provinces of night y Twilight, junto a la colección de relatos I Hate to See That Evening Sun Go Down, fueron publicadas antes de su fallecimiento en 2012, y otras tres más, Little sister death, The lost country y Stoneburner han sido recuperadas póstumamente. ¡Mucho que publicar amigos Dirty!

Y es que si el resto de su producción vale tan solo la mitad que este El hogar eterno sus futuras entregas se antojan obligadas. Estamos ante una de esas obras que resuenan en la cabeza del lector tiempo después de acabarla, logrando que una historia en principio harto familiar y con unas coordenadas muy reconocibles te atrape sin remedio. Situada en el Tenesse más remoto, uno de esos «no lugares» del Sur rural, en los años cuarenta, la trama superficial de la novela trata del joven carpintero/obrero Nathan Winer, quien una década antes —tremendo flashback para arrancar el libro— perdió a su padre a manos de Dallas Hardin, el mefistotélico cacique que domina el pueblo y para quien, ajeno a ese trascendental episodio del pasado, ahora trabaja. Pero eso es apenas arañar «la corteza» del libro…

Porque, en realidad, El hogar eterno es una inquietante disquisición sobre el MAL —en mayúsculas—, la violencia y ese fatalismo directamente emparentado al destino de los personajes tan característico del Sur literario. Las vidas varadas, abocadas a la sordidez, el crimen y la miseria. El elemento natural, ominoso y opresivo. El permanente desasosiego de las pulsiones frustradas que estallan, iracundas, de forma fulminante. Y la ambivalencia moral, incluso en secundarios clave como Amber Rose, la irresistible «doncella» criada bajo el yugo de Hardin —quien alberga siniestros planes para ella— que cautivará a Winer ¿en busca de su única oportunidad?, siendo el detonante que precipitará los hechos. O en el de William Tell Oliver, aislado anciano que atesora la prueba y la memoria del crimen pretérito y los secretos del lugar —también los suyos—, protector de Nathan… en parte por los remordimientos de la inacción retrospectiva.

El dominio de la tensión narrativa en El hogar eterno por parte de William Gay es sencillamente sobrecogedora —suerte que al mando de la traducción está Javier Lucini, como si lo hubiera parido él, vamos—. Esas calmas angustiosas que convergen en los diversos duelos fundamentales frente a Dallas Hardin. Esa atmósfera turbadora en un territorio tan vivamente hostil como distante, donde los misterios se encuentran bajo tierra, en el que la certeza de recibir una paliza mortal no es suficiente razón para largarte del garito, o al que uno regresa pese a toda la ignominia padecida. Es una especie de «nihilismo terminal», uno en el que el fin del mundo se asemeja más a un anhelo esperanza, algo que esperar acodado a una cerveza.  

William Faulkner, Flannery O’Connor, Cormac McCarthy, el ya mencionado —nunca lo suficiente— Larry Brown… Por supuesto, las comparaciones con la obra de algunos de los tótems del gótico sureño tienen mucho sentido en el caso de El hogar eterno. Los ambientes, la decrepitud, el combate contra un mal siempre cercano e inevitable. Yo apuntaría también a Erskine Caldwell y James Dickey por su similar habilidad de recrear la vileza y ruindad con una autenticidad incontestable. Sin embargo, la prosa de William Gay es genuina, como si al realismo descarnado y al diálogo lacónico prototípicos —aunque su estilo es más abigarrado, próximo al creador del condado de Yoknapatawpha— se les pudiera «inyectar» una dosis de alucinación narcótica y desprendida, en la que hay espacio a las interpretaciones, invitando al lector a adentrarse en el vértigo de lo malsano de una forma poderosamente original. En definitiva, toca hacer hueco en la estantería para un nuevo escritorazo de la felizmente extensa familia sureña…