¿Libro de relatos y de una autora saludada como digna heredera de las MÁS GRANDES, Flannery O’Connor y Carson McCullers? Tenía que caer en mis manos. Así que hoy nos trasladamos a Entre Ríos, Argentina, gracias a Literatura Random House y, claro está, a las historias de Selva Almada reunidas en este El desapego es una manera de querernos, volumen recopilatorio de su ficción breve —revisado por la propia autora—, hasta la fecha desperdigada por antologías, publicaciones digitales, revistas o editoriales minúsculas entre 2005 y 2015. Una afortunada manera de zambullirse en el poderoso universo literario de quien es considerada una de las voces más destacadas de la literatura contemporánea de su país, gracias a obras como Chicas muertas, Ladrilleros o El viento que arrasa —a la agenda de lecturas pendientes—.
Niños y Chicas Lindas abren El desapego es una manera de querernos situándonos en un pueblo de Entre Ríos —Almada nació y creció en Villa Elisa, pequeña localidad de la región y ya muy próxima a Uruguay— en los que la narradora rememora su infancia desde el punto de vista de la niña que fue. Son unas «coordenadas» muy marcadas. Un mundo rural de estrecheces, pobreza, también un sentimiento de clase obrera evidente, escaso futuro y parentela difusa, cuando no problemática. Pero también de una riqueza soterrada, que encuentra una poética singular en un velatorio, la matanza de un cerdo, o sus aventuras junto a su amigo Niño Valor —que nombre más inquietante—. La prosa de Almada es lacónica y, al mismo tiempo, sorprendentemente estimulante, con un fascinante uso del lenguaje y los registros propios de la zona —alcanzando su plenitud en cuentos posteriores—, y una habilidad para hacer que las descripciones del medio y sus humildes pobladores resuenen con intensidad en nuestra cabeza y ante nuestros ojos. Si bien Niños me resulta demasiado extenso, cayendo en ciertas repeticiones temáticas, en ambos relatos «se siente» —ese calor—. Para ponerlos «al ladito» de Una infancia del gran Harry Crews, vamos.
Luego entramos en otro conjunto de historias, siete, relacionadas entre sí y agrupadas bajo el título En familia. Son las diferentes reacciones, una pequeña pero certera cosmogonía de voces, puntos de vista y situaciones a posteriori, de un clan que recibe la noticia del suicidio de uno de los suyos, el traumatizado Denis. La paradoja de dotar de una sorprendente coherencia y precisión a las diversos relatos mientras nos ofrece una multiplicidad de voces. Aunque, en mi opinión, la «joya de la corona» de esta colección llega a continuación con Intemec, donde la opción por la fragmentación narrativa adquiere una tensión sobrecogedora. La de ese matrimonio a un paso de la implosión. La de esa relación compleja madre-hija, desnudada con pasmosa brillantez por Almada en un puñado de imágenes indelebles —un cigarrillo, un peinado, un traje de baño—. O la del viaje de Lucio al Chaco, con la penosa responsabilidad de entregar el cuerpo de un compañero —el título del cuento es el nombre de la compañía eléctrica— de trabajo muerto en accidente laboral a su familia. Tremendo.
Finalmente, El desapego es una manera de querernos se cierra con una colección bastante más variopinta, tanto en fondo y forma como alcance. Nueve relatos reunidos bajo el título de Relatos dispersos, en los que, a mi juicio, deben destacarse sobremanera la tremenda pegada de los dos que tienen el fútbol como superficial excusa, Off side y La camaradería en el deporte, que además —como anunciaba al principio de la reseña— es un prodigio a la hora de recoger las distintas particularidades del habla en sus protagonistas, reflejando las distintas procedencias de esas singulares hinchas de clubes de la Liga Rural. Así como el turbador El incendio, opresivo ejercicio psicológico sobre maternidades-paternidades brutalmente truncadas y revanchas absurdas contra el destino aciago. O la aparente sencillez de Alguien llama desde alguna parte, que se transforma en demoledora desazón al desconocer tanto los motivos como la situación en la que queda el anónimo que llama a la protagonista. Y, por último, Los conductores, las máquinas, el camino, encargado de concluir el libro condensado buena parte de las virtudes de Selva Almada en apenas cinco páginas. Economía y precisión de palabras, que, sin embargo, no son obstáculo alguno para radiografiar lugares y, sobre todo, personajes con asombrosa prestancia. Un don para crear ambientes opresivos y, con frecuencia, amenazadores puramente o’connorianos —Flannery merece términos propios y mucho más—. Y una mirada muy especial para, con esos elementos, hablarnos de los vínculos emocionales entre los seres humanos. Afectos y lazos familiares que, a menudo son contradictorios, egoístas, inexplicables, malsanos. E inevitables. Escritora a seguir…
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